Por Guillermo Pérez
Agencia UNO

No hay caso. A pesar de las múltiples señales de alerta en los últimos meses, la mayoría de los convencionales no quiere reaccionar. Da lo mismo lo que digan los sondeos de opinión, la primera vuelta presidencial o los expertos que cruzan el espectro político: las élites del Palacio Pereira prefieren seguir mirándose en el espejo, hablándose a sí mismas y a esas barras bravas que aplauden a rabiar sus excesos.

Cada vez más personas parecen notar que algo anda mal al interior de la Convención. Noam Titelman escribía en Twitter: “Yo he sido crítico de las encuestas, pero cuando tres encuestas muestran claramente la misma tendencia, es para tomarlas en serio”. Algo similar respondía Alfredo Joignant en una entrevista en The Clinic: “(El resultado del proceso constituyente) está severamente en riesgo. Y lo que me preocupa es que en no pocos convencionales hay una forma de negacionismo”. En una columna en La Segunda, Luis Cordero señaló que “cuando el problema no es la verdad de lo que se discute sino la versión alternativa de los hechos, la Convención comienza a transformarse en una caricatura de sí misma”. Además del dato evidente de que ninguno de ellos pertenece a la derecha, se trata de figuras particularmente comprometidas con el éxito del proceso. No parece fácil reducirlos sin más a esos grupos que desde la otra vereda quieren ver fracasar a la Convención.

Sin embargo, para algunos convencionales los problemas están afuera y los culpables siempre son los otros. Así, cualquier reparo, por muy válido que sea, se incluye dentro del “coro catastrofista” del que habla la convencional que no tolera críticas Patricia Politzer. Según ellos, la oposición, los medios de comunicación, los poderes fácticos y los empresarios están empeñados en hacerlos fracasar. ¿No se estarán convirtiendo ellos mismos en uno de esos poderes fácticos que denuncian?

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La única crítica que la Convención se ha mostrado más abierta a recibir tiene que ver con los problemas para comunicar su trabajo. Curiosa coincidencia con el despreciado gobierno de Sebastián Piñera, que apuntaba al mismo desafío para justificar todos y cada uno de sus errores: hay que comunicar mejor. Hoy estaríamos ante la versión plurinacional, ecológica, paritaria y disidente de un clásico mantra de la derecha piñerista: el problema no está en las ideas, sino en el marketing, en cómo venderlas.

Basta ver las reacciones de algunos convencionales a las encuestas de las últimas semanas. “Hay medios empresariales entre los cuales están varios de ustedes, I am sorry, tengo que decirlo (…), que no les interesa que gane el Apruebo porque esta nueva constitución les va a quitar prerrogativas, derechos”, dijo Daniel Stingo. Por su parte, Jaime Bassa señaló que “tiene más credibilidad el resultado de las elecciones (pasadas)” (las mismas elecciones en que José Antonio Kast ganó la primera vuelta, Boric giró mucho para el balotaje y el Senado quedó virtualmente empatado). Manuela Royo sugirió que “tenemos la oportunidad de que las encuestas también se equivoquen en este caso y que exista un Apruebo rotundo”. Ella elige creer. A su vez, Marcos Barraza señaló que “hay una ofensiva sistemática de los grupos de derecha, de los grandes empresarios que tienen resonancia en grandes medios de comunicación, que buscan de alguna manera situar un énfasis que no es”. Y así, suma y sigue.

¿Alguna autocrítica? Nada. ¿Recoger el guante? Tampoco. Parece que todos están equivocados, menos ellos. La dinámica recurrente, entonces, es hacer como si nada pasara, dándose pequeños gustitos, convencidos de que las grandes mayorías están, sin duda alguna, de su propio lado. Solo para graficar: al día siguiente de la publicación de los resultados de la encuesta Cadem, la Comisión de Sistemas de Justicia aprobó la iniciativa popular de norma llamada “Cárcel para Piñera”. Otro simbolismo inútil en medio de la gradual deslegitimación; otro guiño a los rituales de los viernes en Plaza Italia.

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Muchos convencionales no logran comprender que es esa actitud la que va aumentando la disposición al Rechazo, o al menos, el número de indecisos. Para que el Rechazo en el plebiscito de salida se vuelva una alternativa real, basta con seguir aplicando dosis del octubrismo más duro; con insistir en esas muestras permanentes de intolerancia; con replicar la peor versión de aquellas dinámicas de la vieja política que decían venir a desterrar para siempre. Ahí está el famoso “acuerdo transversal” sobre sistema político –en realidad fue un acuerdo de las izquierdas–, del que no quedó ningún acta ni registro. No es necesaria campaña del terror, ni coro catastrofista, ni poderes fácticos: basta con los propios convencionales empeñados en estar haciendo todo bien, convencidos de encarnar la voz del pueblo a la que habrían accedido como consejeros de la providencia.

La pregunta es: ¿se podrá cambiar esta dinámica al interior de la Convención? ¿Hay tiempo aún para hacerlo? Lo único seguro es que quedan muy pocas semanas y buena parte de los convencionales están atrapados en esta lógica que los enceguece y les impide ver que el contexto es muy frágil. Y no hay advertencia que valga porque están convencidos que el fracaso de la Convención es imposible. Creen que Chile despertó definitivamente y para siempre, pero que lo hizo en sus propios términos. De este modo, asumen que el país entero está inmerso en una lógica refundacional y que los chilenos no tienen interés alguno por cuidar y mejorar lo que se avanzó durante tantos años. Se trataría simplemente de desmontar y de ofrecer arreglos institucionales “nuevos” e “inéditos”, como si eso fuera garantía para su legitimidad y buen funcionamiento.

Los objetivos iniciales del proceso constituyente no eran lo que priman hoy al interior de la Convención. Si comenzamos este camino fue tanto para diseñar cambios que nos permitieran relegitimar las instituciones como para resolver algunas de las causas del malestar social. Hoy estamos entrampados en una lógica refundacional y maximalista que no ha logrado moderarse con ninguna de las señales de los últimos meses y que parece cada día más desconectada de las demandas ciudadanas.

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Si los convencionales no están dispuestos a encauzar su trabajo ni a aceptar que el fracaso es una posibilidad, y que todos podemos hacerlo mal, estamos en serio riesgo de que el proceso se frustre, con todos los problemas y dificultades que eso implica. Tener consciencia de la fragilidad del momento es fundamental, pues obliga al cuidado del proceso y pone freno al avance descontrolado y acrítico de las agendas que nublan a los convencionales.

De mantenerse el actual escenario –con convencionales que no reaccionan y que rechazan cualquier crítica razonable–, se fuerza a los sectores moderados de izquierdas y derechas a pensar en alternativas a la Convención que permitan diseñar y legitimar una Constitución que esta vez sí sea la casa de todos. Al ir convirtiendo gradualmente este proceso en una farra histórica, los convencionales vuelven cada vez más real esta opción. Y aunque lo nieguen hasta el cansancio, ellos son los principales responsables.

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