Por Gloria de la Fuente
agencia uno

En los próximos días la Ley de Transparencia cumple 13 años. La conmemoración de este aniversario se da en un contexto que obliga a revisar los logros obtenidos y los desafíos de futuro, no sólo porque este hito institucional es un buen momento para analizar lo obrado, sino porque en esta particular coyuntura en Chile, la transparencia y el acceso a la información pública son temas que nos permiten delinear y construir un horizonte de esperanza.

De hecho, la transparencia se ha transformado en un lugar común en la sociedad, e incluso en una frase hecha. Infinidad de actores públicos invocan de forma periódica la transparencia como un valor deseable y frecuentemente escuchamos o leemos sobre acusaciones de falta de transparencia, cuestión que pone inmediatamente al interpelado en el banquillo de los acusados. En tiempos de desconfianza, la transparencia se ha convertido en una fórmula que permite asumir que, donde hay luz, disminuye la posibilidad de ocurrencia de abusos o incluso de que se cometan actos de corrupción.

No obstante, es evidente que no basta con invocar un valor, se trata de hacerlo realidad y hacerlo operativo a través de normas e instituciones. En tal sentido, estos 12 años transcurridos desde la entrada en vigencia de la Ley de Acceso a la Información Pública han sido una buena noticia para Chile, actuando como parte de un ecosistema de transparencia y probidad que ha ido dotando a los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país de nuevas formas de control. Así, por ejemplo, encontramos una importante legislación en materia de regulación del lobby, obligación para las autoridades de realizar declaraciones de intereses y patrimonio, obligaciones de transparencia de partidos políticos, entre muchas otras, varias de las cuales nos han valido reconocimientos de organismos internacionales.

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La existencia de un ecosistema de estas características ha sido probablemente percibido de manera positiva por las personas. De hecho, nuestra Encuesta Nacional de Transparencia señala para el año 2020 que los casos de corrupción son hoy más fáciles de detectar en un 63%, cifra que alcanzaba un 51% en 2015. Así también, un 93% de los encuestados señala que todas las personas deben tener derecho a acceder a la información de cualquier organismo público.

Con esto, ¿debemos ser autocomplacientes y declararnos satisfechos? Claramente no. Si hay algo que nos ha mostrado primero el estallido social y después la pandemia, es que los órganos garantes de derechos son especialmente relevantes para cumplir a cabalidad con su tarea de resguardar a la ciudadanía cuando más lo necesita.

Es a través de las normas vinculadas a la transparencia y la probidad que es posible en tiempos de pandemia, por ejemplo, acceder a información sobre contagios, regularidad de gasto público o conocer los fundamentos de las decisiones que llevan a la autoridad a emprender acciones que afectan las libertades individuales. Para que ello ocurra, se requiere no sólo órganos fuertes, capaces de cumplir con su tarea y de establecer sanciones ejemplificadoras cuando lo que se vulnera son derechos fundamentales. También es condición una ciudadanía activa, con capacidad de hacer exigible tanto el control social de las autoridades como el derecho “llave”, que permite, a través del acceso a información pública hacer realidad el ejercicio de otros derechos humanos.

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En tal sentido, debemos avanzar decididamente este año hacia el reconocimiento de estos derechos en la nueva Constitución a partir de una mirada comprensiva de los valores y normativa en juego. Sólo de este modo generaremos las condiciones para que el ejercicio de un derecho fundamental como este pueda realmente garantizar el escrutinio social de las autoridades, hacer exigible su rendición de cuentas, garantizar el ejercicio de otros derechos y, en definitiva, ser tajantes y efectivos en la lucha contra la corrupción.

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