Por Jorge Jaraquemada
ARCHIVO: Agencia UNO

El 18 de octubre de 2019 el país fue azotado por una ola de violencia que se extendió en diferentes ciudades y se mantuvo por varias semanas, al punto que se debió aplicar el estado de excepción y buscar una salida institucional para detener la amenaza al estado de derecho. Un mes después, el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución fue la respuesta concreta a esta delicada crisis. Ese fue el soporte bajo el cual se justificó dicho pacto o así al menos fue presentado por las autoridades y representantes políticos que lo suscribieron.

No obstante, luego de ese acuerdo, los sectores políticos volvieron a sus trincheras y el diálogo volvió a ser reemplazado por las querellas políticas.

No extraña, por ende, que la palabra consenso brille por su ausencia en los tiempos que corren y que las diferencias de fondo se refieran a nociones políticas que orientaron nuestra cultura durante las últimas tres décadas.

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A prácticamente dos años del llamado estallido social y aún cuando la ciudadanía ha dado claras señales de querer superar los nudos que siguen generando polarización (en estudios de opinión, encuentros universitarios, etc.), lamentablemente la paz y concordia política todavía son una aspiración esquiva.

Este clima, a semanas de una elección presidencial y parlamentaria que se cruza con el trabajo de la Convención Constitucional, debiera preocuparnos a todos.

Al considerar los antecedentes con que se cuenta respecto del auto desprestigio del parlamento, la incapacidad de los partidos transicionales de salir de su profunda crisis y los constantes conatos que provienen del interior de la Convención y que buscan quebrar nuestra institucionalidad y convertirla en un dispositivo de conflictividad estructural, resulta insostenible seguir justificando el delicado momento por el que atravesamos a costa de una supuesta campaña de desprestigio motivada desde fuera de la Convención.

Insistir en lo mismo solo podría interpretarse como ingenuidad o voluntarismo, pues los hechos los ha presenciado el país entero.

Es responsabilidad de todos tratar de llegar a buen puerto, pero la esperanza no es por sí misma una categoría que baste en política. Enfrentamos problemas profundos que, ante la ausencia de guías capaces de asumir una época en sus hombros, requiere de voluntades fuertes, dispuestas a ser impopulares y que se esfuercen por abrir los debates de horizonte con franqueza, sin abandonar la mejor disposición cívica.

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Quien gobierne el próximo período (aunque no se sepa por cuánto tiempo) deberá afrontar este clima gris y polarizado, sin concordia política, con profundas preguntas abiertas sobre nuestra institucionalidad y con múltiples fricciones. El país merece que quien sea electo al menos dé garantías de gobernabilidad y aísle la violencia que se ha venido normalizando desde hace ya algún tiempo.

Palabras como democracia, estado de derecho, libertad de expresión, progreso, son los clivajes que han marcado el proceso abierto en octubre de 2019 y seguirán siendo debatidos entre el gobierno, la oposición(es), el Congreso y la Convención durante el próximo período. Y es que, al haberse vaporizado la confianza en las convicciones políticas que orientaron nuestras vidas las últimas décadas (triunfo de la tesis de los 30 años), lo que de un tiempo a esta parte entró en tensión es la política entendida como lugar de lo común, versus la política como proliferación de la fragmentación identitaria que busca socavar la democracia representativa.

Contra todo lo que esperamos, nada indica hasta ahora que nuestra conflictividad será breve. Todo esto explica que desde que comenzamos a acercarnos al período de campaña presidencial se haya vuelto cada vez más común en las discusiones políticas hablar de gobernabilidad para referirse a las diferentes condiciones de posibilidad de guiar el próximo mandato, respetando la institucionalidad vigente y bajo un clima político que lo permita.

Si este diagnóstico lo cruzamos con los datos que entregan las preferencias de opinión y con quien hoy es el candidato que lidera las encuestas, la situación se vuelve preocupante. Pues, de un lado, la alianza pactada del Frente Amplio con el Partido Comunista importa una ambigüedad estructural. No se puede leer de otro modo el hecho que el PC se haya marginado del acuerdo por la nueva Constitución, aun cuando siempre buscaron cambiarla, mientras que Gabriel Boric lo haya suscrito.

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La ambigüedad con que esta alianza ha enfrentado la violencia sólo obstruye cualquier esfuerzo por dar una salida al ciclo de conflictividad que atravesamos. Esto último importa, al menos, por dos motivos.

Primero, porque contrario a lo que se esperaría, luego del retorno a la democracia el año 1990 y la dramática y temprana amenaza a nuestra transición política que significó el crimen de Jaime Guzmán, de un tiempo a esta parte, la violencia ha venido avanzando.

Y no lo ha hecho sólo en expresiones callejeras, como tomas, overoles blancos, saqueos, funas, quemas de estaciones de metro, amenazas de muerte, intentos de cancelación, etc., sino además ha sido relativizada y presentada románticamente -ocupando dispositivos comunicacionales como libros, películas, entrevistas, columnas- para otorgar a algunos terroristas (Hernández Norambuena, Escobar Poblete y Palma Salamanca) el aura de ser “jóvenes pistoleros” o “eternos revolucionarios”.

Lo problemático de esta actitud es que ignora que quienes replican prácticas como el secuestro, la tortura y la mutilación -luego de fugarse de Chile y sin causa política de por medio- cometieron crímenes tanto o más perversos que los que pretendían justificar bajo el manto de la lucha social.

Segundo, la violencia que ha circunvalado todo el ciclo que partió el 18 de octubre de 2019, no sólo debe condenarse y aislarse por el retroceso que significa para cualquier democracia, sino además merece ser observada desde la dimensión social que la germina y provoca.

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De otro modo, los ataques y saqueos a locales, los incendios contra estaciones de metro, bancos, supermercados y microbuses, sobre todo aquéllos ocurridos en poblaciones, donde estos comercios y el transporte público, dada la pobreza que allí se sufre, se vuelve una herramienta fundamental de su cotidianeidad, dan cuenta de que emociones como la ira o el odio son capaces de invisibilizar al otro semejante, tan pueblo como quien se erige violentamente para negarle su posibilidad de oponerse a los ataques por el perjuicio que le provocarán.

Por todo esto, resulta preocupante que Gabriel Boric haga silencio cuando se le interpela por su elogio al FPMR y al “comandante Ramiro”, que no se haga cargo del daño que provoca a nuestro sistema de justicia su junta con Palma Salamanca, que no asista al debate sobre la delicada situación narcoterrorista que aqueja a la Araucanía y que impulse la denominación de “presos políticos de la revuelta” y promueva su amnistía.

El hecho de que la violencia sea un problema sociopolítico la convierte en un problema de todos, principalmente de quienes aspiran a dirigir el país y de su compromiso para aislarla, porque si de algo se trata la democracia es precisamente de marginar la violencia como mecanismo válido de expresión.

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