Por Álvaro Vergara

El 27 de agosto pasado, la Dirección General de Aguas ordenó a 4.632 agricultores de la Provincia de Quillota limitar la extracción de agua del Río Aconcagua para priorizar la recarga del embalse los Aromos, que abastece de agua potable al Gran Valparaíso.

La memoria muestra que nuestras tierras siempre han sido propensas a la sequía. En su Historia de Santiago, por ejemplo, Benjamín Vicuña Mackenna cuenta cómo en el siglo XVIII esta situación llegó a un punto tal, que el agua disponible no alcanzó para las labores agrícolas de cuyos productos se abastecían las ciudades; de hecho, gente murió de hambre. Otro caso icónico fue la llamada “Gran sequía”, durante el gobierno de Frei Montalva. Aunque no alcanzó el mismo nivel que la relatada por Vicuña Mackenna, también fue motivo de preocupación nacional. La situación se repite con fuerza hoy, ya que Chile enfrenta la desertificación en al menos un 76% de su territorio.

Ahora más que nunca, debemos poner especial atención a las particularidades de nuestra falta de agua y su evolución a futuro. En efecto, como advierte el Banco Mundial en su estudio High and Dry, las consecuencias del cambio climático se reflejan principalmente en la alteración del ciclo de este recurso. Digo poner atención ya que este problema produce —y producirá— efectos prácticos, sociológicos y políticos que exigen ser priorizados. En ese sentido, algunos escépticos del cambio climático se suelen escudar en casos de nuestro registro histórico similares a los mencionados; les hace sentir que acá no hay emergencia alguna, sino la expresión de un problema que siempre ha estado presente. Lo que ignoran es que existe una diferencia fundamental entre la actual sequía en Chile y las anteriores: la duración. Si las primeras duraron solo un par de años, la actual sequía lleva afectándonos ya más de una década.

Quizá la reacción para combatir la falta de agua a nivel nacional fue tardía porque el fenómeno se demoró en afectar de forma directa a las élites capitalinas. Sin embargo, ya nadie en Chile está libre de ella. Aunque la región Metropolitana tiene asegurado su abastecimiento para la temporada —gracias a la buena gestión y coordinación entre Aguas Andinas y las asociaciones de canalistas del río Maipo—, desconocemos el panorama en los años venideros. Ante esta sordera de las clases dirigentes, la sequía, mientras agrietaba los territorios, se transformó en un conflicto social. No es casual, por ejemplo, que el 74% de las candidaturas para la constituyente mencionaran la palabra “agua” en sus programas. Hoy, ese “cadáver de tierra” —como llamó Joaquín Edwards Bello al desierto nacional— devora a un ritmo vertiginoso nuestros ecosistemas.

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La tesis de que la sequía fue causa importante para el surgimiento del conflicto social no es tan descabellada. Peter Gleick, científico estadounidense, la respalda con un estudio en que enumera alrededor de 500 conflictos sociales relacionados con el agua (¡y esto solo desde 1900!). ¿Existirá entonces una relación entre el estallido social y la fuerte sequía que nos quita el sueño? La respuesta afirmativa es más que plausible. En la actualidad, 146 comunas de un total de 346 yacen bajo decretos de emergencia hídrica, siendo abastecidas por camiones aljibe, con todas las limitaciones que eso conlleva. Por lo tanto, creer que la alteración de la vida de todos esos compatriotas no ha producido un malestar es omitir un elemento importante del diagnóstico. Acá debemos poner prioridad. Después de todo, quién no se resentiría ante la desesperación de verse imposibilitado de criar a los animales con los que comparte día a día, o ante la carencia de agua para bañar a los niños, o incluso por el hecho de ver cómo los árboles y plantas que acompañaron tu casa se murieron súbitamente delante de ti. Hace años que la gente de la quinta región, por ejemplo, a menudo debe elegir entre lavar los platos o ducharse.

En este contexto, es urgente adoptar algunas medidas que podemos ir aplicando al corto y largo plazo con el objetivo de aminorar la sequía. Entre ellas, cabe pensar en fomentar una agricultura de precisión, es decir, aquella que hace un uso más exacto del agua y de los fertilizantes —riego por goteo y fertirriego—; avanzar en planes de reforestación nativa; rebajar la ingesta excesiva de carne y reemplazarla por proteínas vegetales —para su producción, la carne de vacuno utiliza 15.400 litros por kilogramo, mientras que las legumbres 4.000—; invertir en procesos de rehabilitación de aguas residuales; e ir limpiando nuestra matriz productiva del uso de combustibles fósiles (este gobierno ha puesto grandes esfuerzos en ello).

Asimismo, el uso de plantas desalinizadoras para abastecer a las comunidades será fundamental. Las desalinizadoras, en especial en el caso de las mineras, pueden ser una gran oportunidad para que el empresariado se involucre en la resolución de problemas públicos, intentando reestablecer la legitimidad y confianza perdida en su rol social. Es una posibilidad para insertar la empresa en la comunidad; para compartir ganancias y pérdidas.

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Como se advirtió previamente, la lucha contra el calentamiento global requiere de un esfuerzo de todos —y aunque la frase suene cliché, no lo es—. En ese sentido, o este problema/desafío sirve como ocasión para modificar nuestros estilos de vida y nuestra relación con la naturaleza, o bien nos termina por petrificar. No es imposible pensar que este problema puede ser el empuje para recuperar de cierta forma aquella sabiduría silvestre que perdimos a medida que íbamos siendo absorbidos por las urbes. Hoy, por ejemplo, son pocos los que respetan y conocen los nombres de las especies que brotan entre los espacios de las ciudades que dan respiro a la tierra, o a los animales que se posan sobre nuestros tendidos eléctricos y flora citadina. Nos volvimos, en general, ignorantes con respecto a la vida que nos rodea.

Es probable que la escasez de un recurso vital como el agua logre hacernos revalorar aquellos bienes naturales que hemos tendido a sobreexplotar sin mayor cuidado. Nuestro suelo, principal recurso de explotación, debido a su aridez ya deja ver aquella “desnuda y roja osamenta”, de la que hablaba Jorge Teillier.

¿El cambio climático nos puede llevar a la tragedia? Sí, pero también es una oportunidad para cuestionarse nuestras formas y relaciones. ¿Traerá desgracia para algunos? Sí, pero aún estamos a tiempo de mitigar sus efectos. Es momento de cambio. No debemos caer en la parálisis viendo cómo se cumple ante nuestros ojos la famosa “tragedia de los comunes” advertida por el ecologista Garrett Hardin. La Premio Nobel Elinor Ostrom ha demostrado en sus estudios de campo que, a través de la cooperación humana, se pueden crear los mecanismos para superar esta tragedia. Eso necesitamos, más Ostrom y menos Hardin. En suma, más colaboración y menos catastrofismo.

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