Por Alejandra Arratia
Agencia UNO

En educación, las últimas semanas han estado centradas en el retorno gradual a clases presenciales: los establecimientos que abrieron sus puertas, los que pudiendo abrir todavía no lo hacen, los que no pueden retornar aún por falta de condiciones y quienes lo harán más adelante. También, y es parte de las posibilidades que existen conviviendo con un virus en contexto de pandemia, hemos sido testigos de algunos recintos que han debido volver a cerrar y enviar a sus comunidades a cuarentena ante la detección de casos de COVID-19.

Lo cierto es que, cuando el desconfinamiento se instala en casi todo Chile, la sensación de “vuelta a la normalidad” parece estar flotando en el aire, con la salvedad que, al mismo tiempo, puede estar “flotando” también el virus, lo que viene a recordarnos que, aunque la gran mayoría de establecimientos esté con clases presenciales, o al menos una parte de ellos, aún queda un largo camino para que las escuelas vuelvan a funcionar en completa “normalidad”. Cabe preguntarse, de hecho, qué “normalidad” queremos de aquí en adelante en nuestro sistema educativo.

A casi un año y medio de iniciada la pandemia en el país, y aprovechando el momento que vivimos, nos parece fundamental tratar de mirar en perspectiva, para ver cómo repensamos algunos elementos más estructurales del sistema educacional. Si bien existe un amplio consenso en que la escuela es irremplazable y que el retorno presencial es importante y necesario, no podemos perder de vista que esto es sólo la punta del iceberg, y que al mirar con mayor profundidad, el desafío es cómo nos hacemos cargo de garantizar también del derecho a la educación a quienes no pueden volver y siguen a distancia, porque no confían en el proceso y/o porque las condiciones para volver de forma segura son insuficientes. Incluso más a la base: las brechas socioeconómicas y de aprendizaje que se han evidenciado con la pandemia, junto con el enorme desafío de incorporar de modo más permanente una mirada que se haga cargo del bienestar y cuidado de la salud mental al interior de las comunidades educativas.

La tercera encuesta #EstamosConectados, que hicimos junto a Ipsos Chile y cuyos resultados entregamos recientemente, recoge las visiones de docentes, apoderados, estudiantes y equipos directivos a lo largo del país, frente a la experiencia de educación a distancia y a la presencialidad. Si bien la encuesta fue contestada durante los meses de junio y julio cuando muchas comunas permanecían en fase 1 o 2, entrega algunas luces respecto al desafío que tenemos por delante.

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En primer lugar, desde la voz del estudiantado, el 70% señala que le gustan más las clases presenciales que las clases a distancia, e incluso el 73% de ellos y ellas reconoce que ahora valora aún más el poder ir a la escuela. Sin embargo, esta visión no se da de modo similar en establecimientos de distintas dependencias, siendo significativamente más baja en los establecimientos públicos (un 69%) que en los particulares subvencionados (75%) y privados (81%), lo que evidencia cómo la forma en que la pandemia ha afectado la educación de niños, niñas y adolescentes no es la misma en los distintos contextos de cada escuela. Por otro lado, en cuanto a sus emociones, los y las estudiantes reportan que, en su mayoría, se sienten estresados (47%), ansiosos (39%) y aburridos (35%).

Si analizamos la mirada de padres, madres y apoderados, surge fuertemente la desigualdad en cuanto a cómo se vive el proceso educativo en distintos contextos en nuestro país. Por ejemplo, solo el 34% de los participantes en la encuesta ha enviado a sus hijos a la escuela durante este año. Sin embargo, ese porcentaje es muy distinto al hacer un zoom por las distintas dependencias: sube a un 72% en los particulares pagados, un 38% en subvencionados y sólo a un 18% en el caso de establecimientos públicos. Asimismo, el 58% de las y los apoderados encuestados preferiría continuar con clases a distancia por todo este año, cifra que es significativamente más baja en el mundo privado (21%), y relativamente similar en los sectores particular subvencionado y público, con un 60 y 64%, respectivamente.

En relación a los equipos docentes, el 86% se ha sentido capaz de incorporar nuevas metodologías en el contexto de educación a distancia, y el 82%, se siente capaz de desplegar procesos de enseñanza y aprendizaje a distancia, aunque esto se ve acompañado de un alto nivel de exigencia y agotamiento. El 87% plantea, en tanto, que su jornada laboral se ha alargado en comparación a la jornada previa a la pandemia, y solo hay un 21% a quienes ésta les alcanza para cumplir sus labores educativas, porcentaje que es significativamente más bajo para las docentes. Aún más, el 80% de las y los docentes participantes declara que su vida familiar se ha visto afectada negativamente por su labor como docente con la educación a distancia. En cuanto a sus emociones, las y los docentes declaran sentirse mayoritariamente estresados (61%), ansiosos (43%), preocupados (42%) y frustrados (27%), durante el último mes.

Finalmente, entre los equipos directivos destaca un alto nivel de confianza en sus capacidades para liderar el proceso de educación a distancia, tanto en términos de las herramientas para organizar a su equipo docente como en las habilidades de liderazgo para hacer frente a la situación y coordinar a distancia (todas con un 95%). Sin embargo, reportan sentirse preocupados (52%), estresados (42%) y ansiosos (38%), pero también motivados (35%), un factor protector fundamental para afrontar los desafíos que conlleva la educación en pandemia.

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Al analizar estos resultados de modo transversal, surgen ciertos desafíos imprescindibles de ser abordados al pensar en la nueva etapa que afrontamos. El primero es, sin duda, las condiciones de inequidad de nuestra sociedad, que se plasman inequívocamente en el sistema educacional: las brechas socioeconómicas y de aprendizaje que se han evidenciado con la pandemia no son nuevas, pero se han acrecentado brutalmente y la nueva etapa debe hacerse cargo de esto de modo radical.

En segundo lugar, debemos incorporar de modo más permanente en nuestro sistema educacional una mirada que se haga cargo del bienestar socioemocional y cuidado de la salud mental al interior de las comunidades educativas, esto implica un equilibrio que permita resguardar el derecho a aprender, pero en una noción amplia de aprendizaje, sin una excesiva exigencia académica orientada a la competencia, sino que con un sistema de mayor colaboración, que promueva el desarrollo integral de las nuevas generaciones. En la era de la cuarta revolución industrial lo que nos distingue es aquello que nos hace humanos.

En tercer lugar, la pandemia nos ha obligado a repensar las estrategias pedagógicas, por lo que es un momento privilegiado para promover la innovación y avanzar en metodologías de aprendizaje activo, que mejoren tanto la experiencia formativa como la capacidad de seguir aprendiendo autónomamente de nuestros niños, niñas y jóvenes.

Ciertamente, la forma en que abordemos estos tres desafíos se enmarcará en las definiciones de la nueva Constitución, y debería ser un eje prioritario en el programa del nuevo gobierno, de modo de pensar en este contexto cuál es la nueva “normalidad” que queremos construir para todos y todas.

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