HANS SCOTT/AGENCIAUNO

El reciente informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) volvió a encender las alarmas sobre la gravísima crisis ambiental. Se trata de un problema global que despierta una creciente y justificada preocupación en nuestro país, afectado por una sequía que parece confirmar las consecuencias del inquietante escenario climático.

No sorprenden, entonces, las invitaciones a tomarse en serio este fenómeno, ni tampoco las exhortaciones a modificar nuestros hábitos de consumo y la relación de las empresas con su entorno. Este discurso, por lo demás, ya había mostrado su presencia e incipiente arraigo en las elecciones de convencionales constituyentes, así como también en las primarias presidenciales. Conceptos como constitución verde o ecológica, economía circular y desarrollo sostenible ya forman parte de nuestro paisaje político.

La pregunta, con todo, es hasta qué punto estas nociones lograrán instalarse definitiva y consistentemente en nuestra sociedad. Es verdad que la urgencia es innegable y que hoy dichas nociones gozan de buena prensa, pero ocurre que, en último término, ellas necesariamente suponen reivindicar la existencia de límites a la propia voluntad. Si el criterio último ha de ser la pura subjetividad, el mero arbitrio individual y la simple satisfacción de mis deseos aquí y ahora, no habrá ni modificación de hábitos de consumo ni nada que se le parezca. En rigor, sin reparar en esta dimensión nada cambiará: cada vez que imaginamos una voluntad sin límites terminamos chocando con una pared y, mal que nos pese, la crisis climática no será la excepción.

El problema, sin embargo, es que reivindicar tales límites representa un desafío titánico. Aunque hablamos con frecuencia de medioambiente, sustentabilidad y cosas semejantes, nuestros códigos mentales y políticos sencillamente se resisten a poner distancia entre el hoy y el mañana, entre nuestros deseos inmediatos y las necesidades e intereses de las generaciones futuras. Pensemos, por ejemplo, en la severa dificultad de nuestra clase política para rechazar la “droga dura” —así los calificó David Bravo— de los retiros de los fondos de pensiones. De hecho, esta semana comienza a discutirse en el Congreso el cuarto retiro, cuyo destino es incierto. Así, el 40 % de las pensiones podría terminar al servicio de nuestras carencias actuales y, por supuesto, sin ningún sistema de reemplazo a la vista. Es sabido que la pandemia trajo consigo un escenario dramático para demasiadas familias, pero también sabemos que los retiros hace tiempo dejaron de beneficiar a los más vulnerables: para muchos ya se trató del retiro del 100%. Pero qué va, ese será un asunto de los próximos años y décadas, nada de qué preocuparnos ahora.

Los retiros no son el único caso que revela la impaciencia —o peor aún: la tiranía del presente— que predomina en la sociedad y, sobre todo, en nuestro debate político. Sin ir más lejos, esta semana se discute en el Congreso el proyecto de indulto a los denominados presos de la revuelta. Un tema muy distinto, pero que confirma en otro plano el mismo tipo de inconvenientes ya descritos. Me explico: conviene recordar que quienes impulsan este proyecto de ley validan expresa o tácitamente la brutal violencia del 18 de octubre en cuanto vehículo de transformación social. Si el fuego, el saqueo y el vandalismo tuvieron una virtud, esa fue que nos habrían permitido ahorrar tiempo: “hechos necesarios” que hicieron “posible” el proceso constituyente, señaló un satisfecho Fernando Atria en los primeros días de la Convención. El fenómeno es sintomático no sólo de la curiosa comprensión de la dignidad que suscribe cierto mundo político; una comprensión que olvida algo tan sustancial a la lucha por la dignidad como la distinción entre fines y medios. El episodio y el proyecto de ley en general también muestran cómo, a la hora de imponer ciertas agendas que les parecen deseables, nuestras élites políticas no trepidan en sacrificar bienes actuales o futuros —desde el estado de derecho hasta la seguridad del barrio Lastarria, pasando por muchos otros barrios, iglesias, etc.— con tal de imponer su voluntad aquí y ahora.

El pensador francés Raymond Aron sostenía que la democracia no es para impacientes, pero hoy predomina justo lo contrario: muchos, al igual que el difundido video de hace algunos años, viven diciendo “quiero mi cuarto de libra ahora”. Por eso (en parte) se justifica la violencia, por eso (en parte) nos da lo mismo horadar los fondos previsionales y por eso también —comentando otra votación legislativa de esta semana— algunos paladines de la dignidad ni siquiera se preguntan por el valor de un niño o niña no nacido. Y todo esto, casi sobra decirlo, no calza ni con los anhelos de cuidar la naturaleza, ni con el bienestar de las nuevas generaciones ni con ninguna de las consignas similares. Como ha recordado en estos días el historiador Joaquín Fermandois, Alexander Solzhenitsyn afirmaba que “sólo podemos experimentar la verdadera satisfacción espiritual no en poseer, sino en negarnos a poseer”, en “la autolimitación”. Muchas de nuestras prácticas habituales, sin embargo, suelen apuntar en sentido contrario. Soñamos y hablamos de esa autolimitación en abstracto, al momento de analizar la crisis climática, pero en concreto vivimos de otra manera y nada indica que estemos dispuesto a modificar nuestro comportamiento.

Por supuesto, ninguna de estas reflexiones es exclusiva de nuestra época: a fin de cuentas, el fenómeno se remonta a los albores de la modernidad y el permanente afán de conquistar la naturaleza. También podría replicarse que este conjunto de consideraciones yerra el blanco. Que lo importante no es fijarnos en los discursos ni en los modos de conducta de las personas o dirigentes políticos, sino que en aquellas estructuras que explicarían nuestros problemas sociales o ecológicos. Pero ahí reside precisamente el punto ciego de las tendencias que nos han llevado al actual estado de cosas. El error ha sido creer que un desarrollo más humano e integral podría derivar de un sistema meramente mecánico, como si los modos de vida no tuvieran impacto en el bien (o mal) de todos. Como si pudiéramos olvidarnos de los límites impunemente. Como si la crisis medioambiental tuviera solución al margen de quienes son los protagonistas y responsables de la vida común. Como si fuera irrelevante el tan difundido como empíricamente desacreditado mito del progreso. Como si, en fin, el mañana no se construyera hoy.

Tags:

Deja tu comentario