Por Jorge Jaraquemada
AGENCIA UNO

La crisis social y política que estalló el 18 de octubre de 2019 ha provocado innumerables y profundos efectos. El más visible podría ser la aprobación ciudadana para redactar una nueva Constitución a cargo de una Convención Constitucional.

Sin embargo, entre ese largo octubre y la interminable pandemia se han abierto nuevos escenarios, impensados en el Chile que habían concebido las principales fuerzas políticas que le dieron gobernabilidad y paz social al país hasta hace solo un par de años.

Así como para algunos sectores actualmente vivimos un momento que podría potenciar cambios esperanzadores, para otros desde que se instauró la idea que “Chile cambió” o que “Chile despertó” se ha generado una polarización de la política que ha dejado a buena parte de sus actores tradicionales estupefactos y a nuestra democracia representativa en jaque.

La llamada “revuelta”, con su tropel de saqueos y violencia política; y la pandemia, con la excepcionalidad convertida en norma general, han abierto un abanico de opciones que han descolocado un sinfín de actores en medio de un año intensamente electoral. Los brotes de populismo y los conatos por radicalizar la política son expresiones claras de este diagnóstico.

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Asistimos a un momento que, arrastrado por la parsimonia de algunos frente a cambios que pudieron realizarse hace bastante tiempo cuando aún imperaba la búsqueda de consensos (por ejemplo, la reforma de pensiones sobre la que existe consenso técnico desde la Comisión Marcel de 2006), la perseverancia delirante de nuevas (y también añosas) fuerzas políticas por tensionar hasta los extremos nuestra institucionalidad y la superioridad moral que algunos sectores se auto atribuyen, está asediando a nuestro sistema político, al punto de reducirlo a una debilidad que raya en la impotencia.

Los partidos han quedado despojados de la supremacía de la representación. Tanto los movimientos sociales como el independentismo les disputaron con éxito el rol articulador y canalizador que les pertenecía hasta antes de que estallara nuestra actual crisis y han sido avasallados por la indignación que pretende arrasar con todo.

Acomplejados y presos de esta teatralización, los actores políticos que durante décadas dieron garantías de gobernabilidad optaron proceder ante los diagnósticos que pregonaban un abuso estructural durante los últimos treinta años y luego, avanzado el tiempo y habiendo penetrado este diagnóstico en las diferentes capas (y redes) sociales, han preferido callar, sea por temor a la descalificación o simplemente por falta de convicción.

En breve tiempo Chile pasó, sin escalas, a una situación de abierta polarización política. Rápidamente comenzó a instalarse la furia y con ella varios métodos antidemocráticos que, con la misma velocidad, fueron intimidando a nuestra clase política. Las funas, la violencia, la ridiculización y ahora la censura y cancelación de la opinión disidente se han venido tomando el espacio al interior de las paredes de nuestras instituciones públicas.

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Este espiral de radicalización se ha expresado desde hace tiempo en el uso de un lenguaje cargado de  sospecha y resentimiento. A la furia le siguió la funa, la violencia callejera y desvergonzados actos delictuales que, a vista de todos, saquearon y quemaron edificios y símbolos de autoridad. En algún momento se impuso la idea de que ser minoría operaba como una franquicia para saltarse los principios de la deliberación democrática y ahora último sólo basta concebirse como “pueblo” para intentar imponer una lógica del todo vale.

Pareciera que la pandemia vino a agudizar la presión por dislocar la racionalidad de la discusión política. En una dimensión más grave y desde mucho antes, el avance de la violencia terrorista en La Araucanía es otro botón de muestra en esta circunvalación que hacemos sobre la debilidad política. A la impunidad y ausencia de Estado de Derecho hay que agregar la carencia de voluntad de los diferentes sectores con representatividad para devolver la paz y la justicia a esa zona.

Como si fuera poco, la radicalización se ha terminado vistiendo de censura, imponiendo una cultura de cancelación de las ideas ajenas. Al interior de la Convención Constitucional se ha venido gestando, desde su inicio, un perseverante propósito de anular el pensamiento disidente. Parece ser que la imposición es la estrategia y el despotismo el horizonte, y da lo mismo que el que piensa distinto, cuente con la legitimidad que le otorgó la ciudadanía al elegirlo.

En estas últimas semanas, tanto en el Congreso como en la Convención, hemos presenciado que algunos se arrogan la posesión de la verdad como excusa para justificar la intolerancia y expresarla bajo el silenciamiento de quién piensa distinto. Casi paralelamente, un amplio espectro de nuestros representantes ha venido dando señales de un déficit de prolijidad o, si se quiere, de un avance de conductas populistas que, ya sea por abatimiento o seducción, se han incrustado en quienes ejercen cargos de representación popular.

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A las propuestas que buscaban fijar precios a los remedios o condonar deudas crediticias a fines de 2019, debemos sumarle hoy los múltiples proyectos de retiro de fondos de pensiones con que los parlamentarios han tratado de recuperar su mermado saldo de aprobación ante la ciudadanía. Y, sin importar los efectos en nuestra economía, alertados por economistas de diferentes sensibilidades, se ha empujado la universalidad del Ingreso Familiar de Emergencia sin discriminar las distintas realidades que ameritan subsidiar de modo más eficiente y justo a quienes más lo necesitan.

Después que se instaló en el imaginario popular el desprestigio de la política y de los políticos, con el fuerte impacto que eso tuvo en los partidos tradicionales, la indignación surgió como el nuevo centro de gravedad de la actividad política y, justificándose en los diversos y subjetivos malestares ciudadanos, esparció su modo de actuar virulento que soslaya los principios democráticos. Frente a este escenario, nuestros actores políticos, abdicando de defender lo construido en los últimos treinta años y cediendo a la ola revisionista que instaló la idea de una sociedad “más desigual y abusiva”, se han debilitado progresivamente y no logran salir de la inmediatez que devino en radicalización y populismo.

Lamentablemente, radicalización y populismo forman una mezcla nociva para nuestra democracia y ambos se han instalado en nuestro sistema político sin que podamos contar aún con un horizonte que trascienda las estructuras de la transición y logre posicionarse como una alternativa para recuperar nuestra deteriorada convivencia democrática.

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