Por Joaquín Castillo
Leonardo Rubilar/AgenciaUno

Una entrevista al editor de la Universidad Diego Portales, Matías Rivas, causó revuelo entre críticos literarios y académicos —y más específicamente, entre críticas y académicas—. A pocas semanas de la muerte de su amigo, el también crítico Juan Manuel Vial, Rivas es lapidario con el estado actual de la crítica chilena: afirma que no quedan más que dos representantes de ese oficio (Pedro Gandolfo y Camilo Marks, ambos de El Mercurio), y que las élites han abandonado esa forma de pensamiento. Una de las frases del editor que más molestó fue aquella a propósito de las voces femeninas. Luego de reconocer la labor de Patricia Espinosa y Lorena Amaro, afirmó: “me parece que todas las voces, incluso las que me parecen más estridentes, son válidas porque ya no se pueden restar más”. 

Más allá de esta polémica, su diagnóstico general es certero. No deja de tener razón Rivas cuando menciona que hay una enorme cantidad de autores y obras que no han sido expuestas al escrutinio en medios de comunicación masivos, lo que los aleja del ojo del público e impide que se conozca y pondere una producción que tiene eximios exponentes en el último tiempo. La escena literaria podría detenerse con menos escándalo y facilismo en las opiniones de Rivas (¿realmente rezuma machismo y misoginia, acaso, como han dicho algunos?), pues ellas tocan temas fundamentales para comprender el lugar que le damos a la cultura y las artes en medio de nuestros debates. 

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Así como han cambiado las condiciones de los medios tradicionales, no cabe duda de que la crítica también ha sufrido los embates de esa crisis. Los suplementos literarios son cada vez más breves —si todavía existen—, y las personas que viven de escudriñar los mecanismos de la ficción son una especie en extinción. Y aunque los críticos ya no tienen las audiencias que tenían hace medio siglo, no puede decirse que la práctica haya desaparecido. Lo que ya no existe es esa crítica hegemónica que ejercían Omer Emeth, Alone o Ignacio Valente, que influía de manera más notoria en el escenario cultural: tenía la posibilidad de consolidar trayectorias, descubrir talentos o hacer que un libro fuera leído por el público.

La crisis de la crítica, por tanto, más que una derrota parece ser la de un acomodo. Hoy abundan los espacios que, a medio camino entre el periodismo y la academia, intentan añadirle perspectiva y hondura al panorama cultural. Si uno se esfuerza por observar el cuadro desde cierta distancia, hay una multiplicidad de medios que sí ejercitan la crítica: Palabra Pública, Medio Rural, Origami, Santiago o Punto y coma, lectores que twittean, como María José Navia y su hilo de las 366 escritoras, críticos como Rodrigo Pinto y su newsletter “Vitrina de libros”… Son muchos, muchos los lugares que, desde regiones, perfiles y generaciones diversas, le toman el pulso a la producción literaria nacional. Y para qué hablar de la crítica propiamente universitaria, la cual sistematiza y profundiza en los recovecos del campo cultural, hablándole no solo a los especialistas, sino a un amplio público a partir de iniciativas como la Biblioteca Chilena o la Biblioteca Recobrada, ambas de la editorial UAH, o a partir de las colecciones que dirige el mismo Rivas en la UDP.

Hay, con todo, otro asunto que causó escozor, y que tiene que ver con cierto elitismo que parece ser inherente a la crítica literaria: “creo que la sociedad no quiere recibir estas opiniones informadas y prefiere quedarse con la sensación de que cualquiera en twitter puede ser un crítico”, afirma Rivas. Aquí subyace algo muy propio de la sociedad actual: los lectores están poco dispuestos a someterse a los criterios de un tercero, sobre todo si está revestido de una autoridad que no han necesariamente consentido. El crítico, al igual que el político, ejerce una mediación, tan puesta en duda en una sociedad que busca la inmediatez y los vínculos directos. Esa mediación, sin embargo, aunque impopular, es cada vez más necesaria: abre puertas, plantea preguntas, ilumina lo oscuro y conecta lo disperso. Pero, por otro lado, en el cultivo de un gusto y en la defensa de un estilo parece haber siempre un ejercicio elitista que hoy por hoy se nos vuelve insoportable: de algún modo, debe discriminar lo bueno de lo malo, lo valioso de lo fútil, lo perenne de lo pasajero. Ese juicio, sin embargo, no tiene por qué hacerse por medio de un lenguaje abstruso y difícil; su naturaleza es dar cuenta de la calidad de las obras literarias que explora, nada más y nada menos que eso. En suma, muchos pueden hacer una buena lectura de una novela o un poema, pero el ejercicio crítico necesita un entrenamiento particular de la mirada y un bagaje cultural capaz de ponderar, evaluar los componentes de una obra y situarla en un contexto histórico determinado.

Como señalara W. H. Auden, la función del crítico requiere de un equilibrio entre erudición y lucidez. La erudición es necesaria para dar a conocer, convencer y mostrar relaciones entre épocas, obras y autores que los lectores, por sí mismos, no podrían haber encontrado. La lucidez, por su parte, permite ofrecer lecturas que ayudan a comprender las obras, los procesos artísticos y todo el campo cultural que rodea al mundo del arte. Esa mezcla de erudición y lucidez debe estar dedicada a buscar, escudriñar y explicar las buenas obras: “El arte malo es omnipresente, pero las obras de peor calidad suelen ser fugaces, puesto que siempre se ven superadas por otras aún más malas. Por tanto, resulta innecesario atacarlas, porque perecerán de todos modos. (…) Lo único sensato por parte de un crítico es permanecer en silencio frente a las obras que considera francamente malas, mientras defiende vigorosamente las que cree buenas, sobre todo si estas son ignoradas o menospreciadas por el público”.

En un país que ha mostrado paupérrimos hábitos e índices de comprensión lectora, podría esperarse que los medios tradicionales y masivos dedicaran más espacio al fomento de dichas prácticas. Sin embargo, también es de esperar que al diagnóstico que hace Rivas siga un debate y contraposición de las ideas en cuestión, en vez de una riña de poca monta. 

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