Por Mónica Rincón
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Arlén estudiaba en el Barros Borgoño. Acusa que las autoridades la aceptaron como transgénero, pero que la aceptación sólo fue formal. Que mientras sus compañeros la acogían, profesores y administrativos la maltrataban. Que llegaron al punto de obligarla a repetir aunque sus notas le permitían pasar de curso.

Quiso cambiarse al Liceo 1, establecimiento de mujeres, y no fue aceptada. La razón: se le dice que la normativa no permite matricular a quienes sean de sexo registral masculino.

Entonces: ¿qué pasa con los menores de 14 años que, con la nueva ley de identidad de género, no pueden cambiar su sexo en el carnet de identidad y qué ocurre con quienes entre 14 y 18 años aún no desean dar ese paso ante el registro civil?.

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Lo que ocurre es que quedan en manos de un sistema educacional que no da el ancho. Porque no puede ser que estén forzados a asistir a colegios mixtos o del sexo opuesto al que reconocen como el propio. Y eso si es que los aceptan.

Porque no debiera depender de la “buena voluntad” de las autoridades si son o no reconocidos con la identidad que ellos desean.

Cuándo hablamos de admisión justa, ¿es justo el trato que les da el sistema escolar? Si nos llenamos la boca discutiendo del mérito, se considera el mérito de estos niños y niñas trans, que no son pocos cuando cada día hacen frente a una sociedad tremendamente discriminadora?

¿Y qué estamos enseñando si las salas no son esencialmente un espacio de aceptación? Estamos enseñando que hay que ocultar la propia identidad, que en la casa puedes usar jumper, pero en el colegio te tienes que disfrazar con pantalón, que no todos son bienvenidos, que es aceptable discriminar.

Y ciertamente, eso no es educar.

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