Por Pedro Azócar
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Hubo pocas cosas que Ángela Margarita Jeria Gómez no terminó en su vida. A lo largo de los años fue atando cabos y cerrando episodios, capítulos que estaban pendientes luego del abrupto quiebre que significó para ella y su familia el golpe de Estado de 1973.

Muchos hablarán de ella como la viuda del General de la FACh, Alberto Bachelet Martínez o como la madre de la dos veces presidenta de la República de Chile, Michelle Bachelet Jeria, pero Ángela Margarita Jeria Gómez vale por sí misma y tiene su propia historia.

En su larga vida -cumplió 93 años en agosto de 2019- tuvo gestos que la retrataron como la mujer que era y hay uno que muchos no vieron, pero que evidenció su calidad humana, su fragilidad y también su fortaleza. Eso la volvió una igual ante los ojos de muchos que, como ella, vivieron el dolor de la dictadura.

A mediados de 2014, Ángela Jeria invitó al ex detective Hildorfo Burgos a cenar. El policía, hoy jubilado, cuenta que, al terminar de comer ella, le preguntó qué le había parecido la cena, a lo que respondió: “exquisita”.

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Dice que Jeria lo miró a los ojos y le dijo: “¿Pero sabe? Nunca como el pollo que usted me dio, nunca comí nada mejor que eso”.

El episodio habla de la memoria, de la necesidad de reconciliar el pasado, de encontrar en él algo rescatable que nos devuelva la humanidad.

Hildorfo Burgos era guardia de la Policía de Investigaciones en el cuartel general de la institución en febrero de 1975 y le tocó ser custodio de Angela Jeria, cuando ella estuvo detenida en el lugar antes de salir al exilio, tras su paso por el centro de tortura de la DINA Villa Grimaldi y la cárcel Cuatro Álamos.

La historia de la familia Bachelet Jeria es parecida a la que debieron enfrentar muchos chilenos en esa época, la diferencia está en que ellos estaban ligados a una de las ramas de las Fuerzas Armadas, lo que, en vez de ayudarlos empeoró las cosas.

Sobrevivir

El general Alberto Bachelet se negó a apoyar el golpe de Estado que en la FACh lideraba su compañero de armas, Gustavo Leigh Guzmán. Por eso lo arrestaron el mismo 11 de septiembre de 1973 en el Ministerio de Defensa. Fue liberado y detenido nuevamente el día 14, trasladado a la Academia de Guerra (AGA) donde lo interrogaron y torturaron: “camaradas de la FACh a los que he conocido por 20 años, alumnos míos, me trataron como a un perro, como a un delincuente”, escribe un dolido Bachelet a su hijo el 16 de octubre de 1973.

Ese mismo mes le conceden el beneficio del arresto domiciliario, pero lo detienen nuevamente en diciembre donde le inician un consejo de guerra por “traición a la patria”. Recluido en la cárcel pública, es trasladado varias veces a la Academia de Guerra para interrogatorios y torturas, producto de las cuales fallece el 12 de marzo de 1974.

Cuatro días antes, Ángela le llevó mudas limpias de vestuario a la cárcel y retiró la ropa que estaba sucia. Oculto en el cuello de una de las camisas del general, encontró un papelito: “Mugre y más mugre… tratan de involucrarme en cosas. Por favor, no creas nada de lo que te digan, no hables con nadie hasta que nos veamos nuevamente. Están intentando un ablandamiento. Nos vemos el martes”, decía la nota. Fue su último mensaje.

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“Una de las cosas que más lo angustiaba era cuando lo tenían durante muchas horas de pie, encapuchado y con las manos amarradas en la espalda (…) La capucha se le metía entre la boca y la nariz y le impedía respirar”, relata ella en 2011 cuando se inició la primera investigación por la muerte de su esposo.

Ángela se enteró por una llamada telefónica. Tras ello, fue personalmente hasta el Hospital J.J. Aguirre donde su hija Michelle, estudiante de Medicina, realizaba sus jornadas de práctica. Ahí le comunicó el deceso de su padre. Juntas retiraron el cuerpo de la morgue.

El día 13 de marzo se realizó el funeral. Bachelet era un histórico masón, pero la logia lo desconoció y se negó a despedirlo como tal. Pese a su destacada trayectoria, la FACh tampoco dio su permiso para que pudieran velarlo en la Capilla General Castrense, finalmente lo hicieron en la habitación de una iglesia católica ubicada en calle Carmen, en el centro de Santiago

El ataúd fue cubierto con una bandera chilena, compañeros de carrera de Michelle Bachelet hicieron de guardia de honor y entonaron la canción nacional. Angela Jeria habló duramente contra los compañeros de armas de la Fuerza Aérea que traicionaron a su esposo y contra quienes lo abandonaron en la masonería.

Los restos de Alberto no quedaron en el Cementerio General, donde las familias Jeria y Bachelet tienen mausoleos, Ángela los trasladó en un ánfora hasta la casa de una de sus hermanas en la precordillera de Santiago, donde permanecieron hasta 1979 cuando ella y su hija Michelle regresaron del exilio. Ahí cerró otro capítulo en su vida y pudo despedirlo nuevamente.

Ángela Jeria desarrolló casi toda su carrera profesional en la Universidad de Chile. Primero en la Editorial Universitaria, luego en la Oficina de Presupuesto de la que llegó a ser directora hasta que, en 1969, decidió dejar el cargo e ingresar como estudiante a la Casa de Bello. Tenía 43 años.

Fue una de las primeras alumnas en el departamento de Antropología y Arqueología, recién creado en 1970. El golpe de Estado la sorprendió siendo estudiante universitaria. De hecho, tras la muerte de su marido, intentó retomar sus estudios, pero fue detenida junto a su hija, lo que truncó su carrera.

Michelle Bachelet y Ángela Jeria ingresaron al centro de tortura y exterminio Villa Grimaldi, fueron sacadas de su casa por agentes de la Dirección Nacional de Inteligencia DINA, que dirigía el general Manuel Contreras bajo órdenes directas de Pinochet.

Ambas fueron torturadas tanto psicológica como físicamente. Ambas permanecieron encerradas en “cajoneras”, pequeños cubículos de madera que imposibilitan el movimiento, sin acceso a agua ni baño. Ambas fueron golpeadas y humilladas, pero ambas sobrevivieron.

Lo único que dejará pendiente

En febrero de 1975, Ángela Jeria fue trasladada al cuartel central de la PDI, como paso previo a su salida del país rumbo al exilio. Ella no lo sabía.

Ingresó a los calabozos de los subterráneos y quedó recluida junto a lanzas, prostitutas y cogoteros. Tras la recepción de los detenidos, la rutina es pasar lista, el oficial a cargo dice el nombre de la persona y ésta debe responder con su apellido.

—Angela —llamó el oficial.
—Jeria —respondió una mujer entre las reclusas.

El detective Hildorfo Burgos recuerda que en esa época se leía mucho los diarios. Era difícil no saber que Ángela Jeria era la viuda del General Bachelet, quién ocupó importantes cargos en el gobierno de Salvador Allende, lo que le valió la cárcel y la muerte.

Burgos tenía 22 años, era uno de los más jóvenes ese día en la guardia. Una vez hecho el procedimiento de encierro se quedó sólo a cargo de los calabozos y los presos. En su fuero interno, le molestaba que aquella mujer estuviera presa en esas condiciones.

Pasado un momento, se acercó a la celda y la llamó por su nombre. Recuerda que ella se asustó al escucharlo: “tal vez pensó que la buscaba para algo no muy bueno, había en ella mucha fragilidad, se notaba que le habían pasado cosas terribles. Por eso le dije que se quedara tranquila, que se viniera conmigo para que estuviera más cómoda”.

Burgos la sacó de su celda y le permitió quedarse en la guardia donde había un escritorio, sillas, una colchoneta y cobertores, más un anafre para calentar agua o comida.

Recuerda que ella se sentó muy quieta, que la ayudó a cubrirse con una manta de castilla y que hablaron de algunas cosas, no mucho. Que pasaron así la mañana, tranquilos, sin sobresaltos, que ella venía muy golpeada, que en un momento le preguntó si había comido algo y que ella le dijo que nada desde ayer, que tenía hambre.

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Burgos salió a la calle y fue a un local donde almorzaban los PDI en Teatinos y compró pollo con papas fritas. No lo pensó, sólo lo hizo. La dejo sola en la guardia del subterráneo del cuartel, cuando regresó, ella ahí estaba… muy quieta.

El detective, hoy retirado, dice que ella comió con ganas, que por la tarde la ayudó con algunas averiguaciones para saber su destino, que unos colegas de policía internacional le contaron que ella se iba al exilio, que se reuniría con su hija en el aeropuerto para volar juntas a Australia. Que la noticia brilló en sus ojos como una luz de esperanza, que se puso feliz.

Después la venció el cansancio y él le cedió la colchoneta, donde ella se durmió. Antes del recuento matinal de reclusos, Ángela debió volver a la celda, más tarde la retiraron y salió rumbo al aeropuerto y de ahí a un largo exilio. Ella y el detective guardaron en secreto esa memoria por casi 40 años.

Al salir de Chile, Ángela Jeria se convirtió en activista. Estuvo en Australia, México, Cuba, la ex Unión Soviética denunciando los crímenes de la dictadura. Se radicó finalmente en la desaparecida República Democrática Alemana (RDA), donde trabajó como ayudante de investigación en un centro arqueológico. También estuvo en Bélgica y Francia, y en 1977 viajó a Estados Unidos para aportar su testimonio en el contexto de la investigación por el crimen del ex canciller Orlando Letelier, ejecutado por agentes de la DINA en Washington DC en septiembre de 1976.

A fines de la década del ’70, la madre de Michelle pretendía viajar a Perú, donde proyectaba radicarse para estar más cerca de Chile. En 1979 , sin embargo, la sorprenden con la noticia que puede regresar al país. Lo hace de inmediato.

En Chile se integra al Comité Pro-retorno, que promueve el regreso de todos los exiliados, trabaja en la Comisión de Derechos Humanos y participa activamente en las movilizaciones contra la dictadura, por lo que resulta detenida en al menos tres oportunidades.

Tras la caída de Pinochet, en 1990, resuelve retomar sus estudios de Arqueología en la Universidad de Chile, los que abandona al poco tiempo para apoyar la carrera política de su hija, Michelle Bachelet, que resultará electa presidenta en 2006. Su título de arqueóloga será lo único que dejará pendiente.

Angela Jeria fue cerrando poco a poco aquellos capítulos de su vida que quedaron inconclusos o no resueltos a causa del golpe de estado del ’73.

Partir en paz

En 2011, junto a su hija, se suma a la querella presentada por ex oficiales de la FACh detenidos y torturados por no apoyar la dictadura. Buscando esclarecer las responsabilidades en la muerte de su esposo, en 2012 logra con esta acción legal que el ministro Mario Carroza procese a los responsables: los coroneles en retiro Edgar Ceballos Jones y Ramón Cáceres Jorquera, ambos ejecutores de las torturas que llevaron a la muerte al general Bachelet.

Ángela Jeria no acusa judicialmente ni testimonia contra el general Fernando Matthei, ex miembro de la junta militar que era director de la Academia de Guerra (AGA) cuando su marido estuvo detenido en el recinto. Esto le vale críticas de algunos sectores, pero ella no cambia de opinión pues cree en la palabra de Matthei.

“En el tiempo en que fui director de la AGA, efectivamente me enteré que el general Bachelet estaba detenido en ese recinto. A pesar de la amistad que nos unía, no podía tener contacto con él, ya que no podía entrometerme en el trabajo que realizaba la Fiscalía, pero sí en una oportunidad le pregunté al comandante de escuadrilla Ramón Cáceres por el estado de salud del general. Poco tiempo después, me enteré que había fallecido en dependencias de la Cárcel Pública”, declaró el ex comandante en jefe de la FACh ante la Policía de Investigaciones.

La familia Bachelet Jeria y Matthei Fornet fueron muy cercanas antes del golpe. Ángela respetó y dio crédito a ese pasado.

Judicialmente, Ceballos y Cáceres fueron condenados a 4 años de presidio, sentencia que ratificó a firme la Corte Suprema en 2016. La familia Bachelet Jeria no inició acciones civiles para percibir una remuneración económica por este crimen cometido por agentes del estado. Angela Jeria tampoco inició acciones legales por las torturas a las que fue sometida durante su reclusión en Villa Grimaldi.

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En 2014, durante el segundo mandato presidencial de su hija, Ángela le contó al subsecretario de Investigaciones, Ricardo Navarrete, la historia de un joven detective que la ayudó cuando estuvo recluida en dictadura. Le pidió su colaboración para ubicarlo. Era un tema que tenía pendiente.

Luego de una exhaustiva investigación que duró poco más de seis meses, los efectivos de la PDI dieron con Hildorfo Burgos, el detective que hace más de 40 años, tuvo un gesto humanitario con ella en medio de los horrores de aquella época. Se reunieron en la dirección general de la PDI, el mismo recinto donde Ángela estuvo recluida y luego en un almuerzo al que ella invitó, en el club de campo de la FACh.

Burgos la recuerda como una mujer directa para decir las cosas, que la reunión fue muy emotiva, que tras el encuentro mantuvieron siempre contacto, que ella lo llamaba todos los años para saludarlo en año nuevo, que hablaron sólo hace tres semanas y que Ángela le pidió que se cuidara del coronavirus y le dijo que estaba bien. Burgos no olvida la anécdota del pollo con papas fritas: la mejor comida que, según ella, jamás probó cuenta riendo.

Ángela Jeria debía cerrar esa etapa como todas las otras que fue cerrando en su vida, tenía que devolver la mano al hombre que le invitó un almuerzo aliñado con un poco de humanidad en un contexto donde ese atributo parecía no existir. De ahí el valor del gesto, la marca en su memoria, el detalle que la retrata y que pone en sus manos la llave que le permite partir en paz.

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