Por Jorge Jaraquemada
Agencia UNo

Desde que la llamada clase política de nuestro país comenzó a discutir sobre la necesidad de contar con una nueva Constitución, después de la reforma que llevó a cabo el ex presidente Lagos, el nombre y las ideas políticas de Jaime Guzmán se han convertido en un recurso corriente en los diferentes sectores políticos, principalmente en las izquierdas.

Si bien este escrutinio público se entiende dada la relevancia histórica del ex senador, también resulta necesario separar aquellas ideas que se fundan en apariencias antes que en fundamentos doctrinarios o de las intenciones que realmente guiaban a Jaime Guzmán. Aun cuando algunos sectores han tratado de convencernos de que el plebiscito de salida evaluará la Constitución de 1980 y no el texto que debe proponer la Convención, de todos modos, resulta necesario afrontar algunos lugares comunes construidos ficticiamente en torno a su figura frente a la vorágine de exégetas que han aparecido.

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Desde que fue asesinado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en 1991, se ha mantenido un interés constante sobre el pensamiento y el rol de Jaime Guzmán en la política nacional. Hemos visto, en el mundo académico y político, variadas investigaciones y opiniones sobre las diferentes etapas de su vida. Se ha escrito y comentado sobre sus adolescentes intervenciones escolares, su protagonismo en la oposición al gobierno de Salvador Allende, su rol durante el gobierno militar y sobre lo que esperaba del sistema político una vez que volviera el país a la democracia.

Durante las tres décadas que han transcurrido desde entonces, más allá de las diferencias políticas, que evidentemente existieron, se aprecia que se han sumado mitos y apreciaciones que buscan presentarlo como un personaje contradictorio, en tanto ideólogo de un Gobierno que violó los derechos humanos y que impulsó un modelo economicista y materialista que contravendría la Doctrina Social de la Iglesia Católica, poco entusiasta por la democracia e incluso de ánimo refundacional (cuestión que se expresaría en la nueva institucionalidad que contribuyó a desarrollar).

Cada una de estas interpretaciones es refutable. En primer lugar, si bien las críticas a su apoyo al Gobierno militar son válidas y deben entenderse en el marco de una interpelación a una figura de relevancia, también es justo sopesar que, como el propio Guzmán señaló, la razón medular por la que decide seguir cooperando se funda en que consideraba que su “deber moral era permanecer en el Gobierno para colaborar al proceso de normalización e institucionalización que permitiera superar los excesos en materia de derechos humanos y contribuir a que el régimen culminara en una plena democracia, como en 1973 se lo propusieron las Fuerzas Armadas”. En sus propias palabras, “el desenlace demuestra que no estaba equivocado” (Jaime Guzmán: La otra visión. El Mercurio, Santiago, 10 de marzo de 1991).

También fue siempre clara su condena a las violaciones a los derechos humanos (Revista Cosas, Santiago, 11 de julio de 1985). Testimonios que dan cuenta de esto abundan. Y si bien siempre habrá refutaciones, suscribimos la opinión de monseñor Sergio Valech, quien no solo reconocía su esfuerzo por “procurar desde adentro corregir los errores de justicia social, tortura y otros atentados contra la vida”, si no además consideraba que la decisión de cooperar con el régimen militar fue “una opción respetable”, pues “la calidad humana y espiritual de Guzmán es por todos conocida” (La segunda, 3 de diciembre de 2004).

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En segundo lugar, porque más allá de los énfasis que en diferentes épocas marcó Jaime Guzmán en su vida pública, todos sus proyectos políticos siempre estuvieron anclados a una noción antropológica que los fundan y les dan sentido. Así ocurre con el Movimiento Gremial, la Constitución de 1980 y la UDI. En todos ellos la naturaleza humana, su dignidad y trascendencia se enraízan en el tronco doctrinal que les da sentido.

El rol subsidiario del Estado tiene una raíz ética que responde a esa ontología del ser humano antes que a una económica. De otro modo, y contra lo que se ha vuelto un cliché, no hay una escisión entre subsidiaridad y solidaridad, ni con la Doctrina Social de la Iglesia Católica. De un lado, porque de acuerdo con el compendio de la misma doctrina (N°187), la subsidiaridad difiere del asistencialismo, la burocratización y centralización, por cuanto éstos ahogan la libertad. De otro, porque la solidaridad (Nº194 y 195) trasciende al Estado desde el momento que la conciencia de deuda hacia la sociedad implica, a la vez, un compromiso para saldarla mediante el aporte a la causa común de la iniciativa privada. Así también, cabe constatar que el progreso en Guzmán debía, además, acompañarse de un sentido espiritual.

En tercer lugar, Guzmán muestra un compromiso con la democracia desde sus primeras participaciones en la política nacional, hasta el final de su vida. Así lo muestra su rol en la campaña de Jorge Alessandri, la crítica al gobierno de Salvador Allende, su compromiso inscrito en la Constitución de 1980 de retornar a la democracia, la fundación de la UDI, además de su candidatura y luego rol como senador de la República.

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Finalmente, la idea refundacional de la Constitución del ‘80 es cuestionable. Aunque es obvio que la nueva institucionalidad y el Gobierno militar generaron un claro cambio en el rol del Estado, también se debe ponderar que Jaime Guzmán (y el régimen) buscaba mantener elementos de nuestras tradiciones, como el presidencialismo, la chilenidad y los símbolos patrios, el bicameralismo (tan incierto hoy en medio del trabajo de la Convención), el lugar de la familia en nuestra sociedad y el reconocimiento al papel de la sociedad civil en el desarrollo de nuestro país. Incluso el principio de subsidiariedad había sido parte de la discusión pública en nuestro país desde que apareció en las encíclicas y, por lo mismo, su aplicación respondía y se hacía cargo de la realidad que vivía nuestro país. La reforma educacional es un ejemplo del rol activo que cumplió el Estado.

Jaime Guzmán tampoco pretendió crear un diseño social desde la verticalidad, como algunos columnistas han señalado. Al contrario, el espíritu de los contenidos del nuevo marco institucional, así como el que se plasma en todo su derrotero público, intenta reconocer una noción ontológica del ser humano que permite comprender un orden social, junto con el reconocimiento de sus derechos y el respeto a su dignidad. Dicho de otro modo, la Constitución reconocía un orden social sustentado en una antropología que lo hace posible. Ad portas de una nueva conmemoración del aniversario de su trágica muerte, la invitación es a abrirnos a repensar el pensamiento y figura de Jaime Guzmán.

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