Por Jorge Jaraquemada

El 1 de abril de 1991 fue asesinado el senador Jaime Guzmán Errázuriz por un grupo terrorista del FPMR, luego de que dictara su clase de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El crimen generó impacto y repudio transversal en el mundo político, los medios de comunicación cubrieron su funeral y el féretro con su cuerpo fue acompañado por miles de personas desde la salida de la iglesia de la Gratitud Nacional hasta el Cementerio General. A 30 años de su asesinato, si hay algo que un país civilizado esperaría es haber dejado atrás cualquier atisbo de violencia política, la misma que significó que una persona electa democráticamente fuera eliminada del modo más radical. Sin embargo, no parece posible afirmar aquello.

Desde hace ya varios años nuestro país viene caminando por senderos en que la violencia gana espacios, incluso mucho antes de octubre de 2019. Recordemos los saludos a Corea del Norte, los silencios ante las violaciones a los DDHH en Nicaragua y los apoyos a la dictadura venezolana. Luego se sumaron los ataques a autoridades que, a vista y paciencia de todo el mundo, comenzamos a presenciarse en nuestro país. Lejos de calmarse el clima, al corto tiempo comenzamos a escuchar y leer en distintas manifestaciones mensajes de agresión. La tolerancia ya no era un valor en liceos y universidades que destacaron históricamente por su pluralismo. Los “overoles blancos” intentaron prender fuego a profesores y lo lograron con policías e íconos religiosos. En La Araucanía se acrecentaba día a día la violencia hasta hacer cotidiana y horrible, como sucedió con el crimen por incendio de un matrimonio. Las causas que se alegaban traían consigo expresiones emocionales cargadas de resentimiento que paralizaron a algunos y silenciaron a otros. Es así que nuestra sociedad se fue acostumbrando a las “funas” y al avance de una violencia política que se hizo cotidiana. De a poco los marcos de nuestro estado de derecho parecían menos importantes que los medios que se utilizaban para defender algunas causas.

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Este lamentable paisaje ha sido acompañado de un lenguaje político que relativiza los actos violentos para luego justificarlos y apoyarlos sin pudor. Los partidos de la ex Concertación cedieron ante los auto flagelantes y las elites jóvenes que, desde una crítica frontal y sin tregua a la transición chilena, prometían una renovación de la política. Lamentablemente, lejos de traer nuevos aires a nuestra cotidianidad, los rostros del arco frenteamplista mostraron una agenda que, desde un diagnóstico trágico de nuestra modernización, contribuía a agudizar el clima violento en nuestro país. Es así como, por ejemplo, el diputado Gabriel Boric (hoy pre candidato a la Presidencia de la República) llamaba a inicios de 2018 a defender el legado del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, incluyendo explícitamente a “Ramiro”, uno de los asesinos de Jaime Guzmán, en dicha apología. El mismo diputado (acompañado de la parlamentaria Maite Orsini, de la misma coalición) se reunió secretamente en Francia con Palma Salamanca, otro condenado como autor material del crimen de Guzmán. Como si fuera poco, y casi como un adelanto de lo que vendría, a inicios de 2019 se viralizó un video en que el mismo parlamentario exhibía una polera con el rostro acribillado del senador, situación que provocó el deplorable comentario “bien muerto el perro” de la también diputada Marisela Santibáñez, en la Fiesta de los Abrazos del PC. Paralelamente, en La Araucanía seguía avanzando una violencia sin control. Sumemos a todo esto los frecuentes actos de vandalismo que han sufrido el memorial y la tumba de Jaime en los últimos años. Es curioso que el inicio de esta espiral se acentuara notablemente a partir de 2011, es decir, luego que la izquierda perdiera el poder que tuvo por 20 años. ¿Será que la derecha ve en los otros un adversario al cual vencer, mientras que la izquierda nos mira como enemigos a quienes aniquilar?

A partir del 18 de octubre de 2019, este avance de la violencia política “estalló” en sus diferentes expresiones de un modo abrupto y sin complejos. La agenda que comprendía una radicalización del lenguaje y la normalización de las acciones violentas contribuyó, de modo progresivo, al apoyo implícito y explícito que muchos actores de izquierda han dado a las distintas acciones violentas que hemos padecido desde que se inició la insurrección. Desde hace un año y medio, el país ha presenciado homenajes a los violentistas de Plaza Baquedano (los mismos que obligaron a quitar la estatua que lo honra), resquicios para intentar destituir al presidente Piñera, acusaciones constitucionales a toda autoridad que intente hacer respetar el estado de derecho, declaraciones de la ex presidenta del Senado para saltarse impúdicamente la Constitución, “llamados de la naturaleza” a los niños para que se salten torniquetes y caminen hacia la revolución, adhesión a “quemarlo todo” de otra parlamentaria frenteamplista y así un largo etcétera.

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El lugar en que nos encontramos hoy no ha sido casual y, por lo mismo, no debería sernos indiferente. El Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución se logró precisamente por el riesgo que la violencia representaba para nuestra democracia. Si hoy las minorías suponen que por el solo hecho de serlo tienen derecho a usar la violencia para avanzar en sus causas es porque desde hace varios años algunos actores recomenzaron a instalarla persistentemente en el centro de sus discursos. La frase “por las buenas o por las malas” con la que aludía el cambio constitucional un actual candidato a constituyente no fue un exabrupto, como tampoco lo es hoy llamar “ajusticiamiento” al cobarde atentado terrorista que le quitó la vida a Jaime Guzmán. Sin embargo, ya no genera consenso condenar declaraciones como estas, precisamente porque se ha instalado semánticamente la aceptación o tolerancia a la violencia en las diferentes capas sociales, modos de conducta y medios de comunicación. Es decir, la nueva normalidad parece incluir naturalizar la violencia política o el olvido de lo que debiera marginarse éticamente en democracia.

A 30 años del asesinato cometido por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en las afueras del Campus Oriente, estamos muy lejos de aquel país al que aspirábamos en 1991. Nuestra democracia está debilitada, cada vez compartimos menos valores comunes y la forma de disputarlos es por medio de la descalificación o la violencia. Peor aún, esa violencia se legitima a plena luz del día en cementerios, hospitales, el Congreso, en los liceos y universidades donde se educaron nuestros presidentes. Esta realidad lamentable deberíamos asumirla como un llamado urgente a reflexionar sobre cómo detener la polarización y la violencia política que atravesamos, pues los riesgos que implica pueden llevarnos a un despeñadero. Un senador murió asesinado hace tres décadas víctima de la violencia política. Hoy para algunos no sólo es legítimo que sus autores confesos y condenados lo llamen públicamente “ajusticiamiento”, como un acto amparado por la libertad de expresión, sino que además intenten avalar éticamente ese crimen. Parece necesario preguntarse entonces de qué modo podría permear nuestra cultura naturalizar declaraciones como esta, teniendo presente cómo la validación de la violencia que aquí hemos advertido ya se hizo evidente el 18 de octubre de 2019.

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