Por Jorge Jaraquemada
ARCHIVO: AGENCIA UNO

Hablar del 11 de septiembre de 1973 obliga a repasar la crisis política institucional que, bajo el gobierno de Salvador Allende, se había agudizado sin precedentes. Dicho de otro modo, ese día no solo fue el inicio de un gobierno militar que puso fin por la fuerza a otro gobierno. La intervención militar fue la consecuencia de estrategias y prácticas estériles, inconexas, déspotas y depredadoras de nuestra democracia. La intervención militar no puede ser tratada como un acto aislado en el transcurso histórico. No. Es parte de un ciclo crítico y escorial en el que no hubo voluntades disponibles para superar las afrentas. El país enfrentó un gobierno de minoría que pretendió realizar una “revolución a la chilena” y que terminó dantescamente porque la ciudadanía y líderes así lo pedían.

El comienzo de nuestra crisis es anterior, por cierto, pero se agudiza y toma un camino sin retorno durante la Unidad Popular. Un presidente que declaraba que no lo era de todos los chilenos y que -en una histórica entrevista- señalaba que el camino era el socialismo; un sector de la izquierda que presionaba por apurar la revolución; un Fidel Castro que hacía notar el rumbo que debía seguir nuestro país; un Carlos Altamirano que contribuyó a politizar las Fuerzas Armadas y a mantener con fuego la hoguera política; en fin. Mientras tanto, la ciudadanía se batía entre la pobreza, la escasez, la inflación, la polarización y las múltiples vulneraciones al Estado de Derecho. En suma, hay antecedentes, que aún no se escrutan del todo, y que permiten asumir que el proyecto de la Unidad Popular utilizó la ruta electoral solamente como una plataforma para una revolución socialista que buscaba controlar el poder total. Eso se desprende de múltiples intervenciones de Allende. Por ejemplo, la declaración de los máximos dirigentes del PS (El Mercurio, 28/2/1967), su entrevista a Regis Debray (Punto Final, 16/3/1971) o su primer mensaje al Congreso Pleno en 1971.

Por todo esto, la discusión sobre el 11 de septiembre de 1973, más que conceptualizarlo, debe explicarlo. Esto supone hacerse cargo de qué (acontecimiento) exactamente irrumpe como una ruptura y qué (fenómeno) es lo que se estrella con los militares. Asumir la crisis de esa época es el paso primero y mínimo. Otro es si dicha crisis ya tenía rasgos de guerra civil. Un tercer nudo crítico insoslayable para quienes critican la intervención militar es qué condiciones reales de posibilidad existían para haber evitado el 11 de septiembre. Porque hoy un sector dice: nunca más podemos terminar así, nunca más los militares deben bombardear La Moneda ni salir con fusiles. De acuerdo. Pero la pregunta histórica es ¿qué otra salida estaba sobre la mesa en ese momento, quiénes la propusieron y cómo se concretó esa voluntad? Es decir, ¿era posible otra salida, no desde el prisma de hoy, sino desde aquel momento histórico?

Al menos Patricio Aylwin, en una entrevista otorgada poco después del 11 de septiembre de 1973, señalaba: “la destrucción institucional a la que había llevado el gobierno de Allende al país provocó un grado de desesperación y angustia colectivo que precipitaron el pronunciamiento de las Fuerzas Armadas (…) En esas circunstancias, creemos que la intervención de las Fuerzas Armadas se adelantó a ese riesgo para salvar al país de caer en una guerra civil o en una tiranía comunista”. Estas palabras contribuyen a comprender mejor la agudeza de la crisis que atravesaba el país, pero sobre todo expresan que no es justo hablar de la intervención militar desde la teoría de las “diversas salidas posibles”, pues las alternativas en la historia se dan en presente y concreto, no en abstracto o de manera posterior.

Esto importa porque al referirnos a la fecha como acontecimiento, después de cinco décadas, se requiere asumir que, precisamente después de todo este tiempo, no hemos querido avanzar en entender el ciclo completo, sus causas, los desbordes políticos y la responsabilidad de quienes no supieron hacer lo que debían.

Hemos hablado de derechos humanos, hemos avanzado en comisiones, juicios, memoria y reparaciones. Y si es necesario podemos seguir haciéndolo. Se ha castigado a quienes cometieron atropellos atroces y las Fuerzas Armadas han pedido perdón por eso. Pero hay temas tabúes que, en la dimensión que les corresponde ser tratados: la política e histórica, son evitados porque un sector amplio de la izquierda ha reconstruido una figura épica de Allende que no aceptan poner en el tapete de discusión. De político, de presidente, pasó rápidamente a héroe. Nuevamente no. Allende y su gobierno deben ser sometidos al escrutinio político profundo.

Ciertamente, él no es responsable de las violaciones a los derechos humanos ocurridas con posterioridad a su suicidio. Pero debe analizarse su responsabilidad como primer mandatario por vulnerar sistemáticamente el Estado de Derecho, permitir tomas ilegales, impedir que se aplicaran fallos judiciales y tensionar la relación con el Poder Judicial, por militarizar su gabinete, transitar con civiles armados a su alrededor, por la inflación histórica que martirizó al país y por su responsabilidad en la polarización sin retorno que infectó al sistema político. No sin antecedentes, la Cámara de Diputados, en su declaración de agosto de 1973, lo acusa severamente de falta de legitimidad.

Hoy, a cincuenta años, es demasiado fácil afirmar que el quiebre institucional podría haberse evitado y que lo ideal era haber hecho más esfuerzos por impedirlo. Sin embargo, nada de eso ocurrió, y no precisamente por responsabilidad de las Fuerzas Armadas o de la inmensa mayoría del país que deseaba la salida de Allende y el término de su nefasto y fallido proyecto. Después de décadas mirando hacia los cuarteles, es momento que la política y los políticos -los mismos que insisten en compararse con Allende- se abran a discutir en serio, con profundidad y en diálogo democrático, respecto de la crisis que vivimos en ese entonces, para aprender y superar las heridas. ¿Cómo llegamos a odiarnos? ¿Cómo llegamos a validar la violencia? Son preguntas que es necesario responder en un plano de concordia y sana amistad cívica. Las consignas, el tweet polarizante, los gritos, los lienzos -tan típicos y esperables cada 11/09- dejémoselo al dirigente universitario.

Tags:

Deja tu comentario