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La idea de que nuestras sucesivas crisis deben resolverse a gran escala nos ha hecho olvidar los factores locales que inciden en ellas. Así, se suele obviar que las personas vivimos ancladas a un territorio determinado y que es principalmente ahí donde percibimos la profunda fractura entre política y sociedad. Es en ese espacio, además, donde experimentamos cotidianamente los vacíos y las grietas de un sistema político que intenta diseñar soluciones que, por lo general, no se adaptan a las particularidades de cada territorio.

Por lo mismo, no solo los problemas que podríamos llamar “estructurales” toman relevancia para nuestra discusión sobre el futuro –como salud, educación, vivienda o pensiones–, sino también aquellos que, si bien no parecen prioritarios para las autoridades centrales, son fundamentales para la ciudadanía debido al impacto que generan en su calidad de vida. Pienso, por ejemplo, en la falta de paraderos para el transporte público, en la escasez de áreas verdes y parques, en la mala iluminación de calles y plazas, en el deterioro de las veredas y calzadas o en el surgimiento de proyectos de desarrollo urbano que destruyen barrios completos.

Estas dificultades no involucran tanto a La Moneda y al Congreso como a las autoridades que encarnan al Estado en los territorios, tales como alcaldes, concejales, consejeros regionales, gobernadores y seremis. De hecho, en muchas ocasiones, ellas son la cara visible de un aparato estatal que, de acuerdo con la percepción de amplios sectores de la ciudadanía, funciona mal, discrimina, maltrata y genera profunda desconfianza. Por lo tanto, la precariedad que caracteriza a muchos gobiernos regionales y municipales –que se evidencia, entre otras cosas, en competencias irrelevantes y recursos paupérrimos– es un asunto que debemos resolver si es que queremos solucionar algunas de las múltiples dimensiones de nuestras crisis.

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En este ámbito la situación de los municipios es especialmente preocupante. A pesar de ser considerados como una de las instituciones más cercanas a la ciudadanía, los gobiernos locales son, al mismo tiempo, percibidos como profundamente corruptos. Basta ver el caso de comunas como San Ramón, a todas luces cooptada por el narcotráfico. O de otras alcaldías, como Viña del Mar y Valparaíso, capturadas por las faltas a la probidad y las malas prácticas.

Esto se cruza, además, con otras dificultades que, al igual que la corrupción, son bastante persistentes. Una de ellas, quizás la de mayor relevancia por sus consecuencias, es la enorme brecha presupuestaria entre municipios. A la larga, esta situación ha generado desigualdades brutales en acceso a servicios, capacidad de gestión y calidad de espacios públicos. En ese sentido, el índice de desarrollo comunal presentado el año pasado por el Instituto Chileno de Estudios Municipales (ICHEM) es particularmente revelador. Entre otros resultados, ahí se muestra que solo ocho comunas del país presentan un nivel alto de desarrollo.

Por otro lado, la situación de los gobiernos regionales no es mucho más auspiciosa. A pesar de que por primera vez elegiremos gobernadores regionales, la displicencia con que desde un principio nuestra clase política ha enfrentado esta instancia genera poca esperanza de cara al futuro. Abundan los programas de campaña de media página, los candidatos que no conocen ni siquiera a grandes rasgos el cargo al que están postulando, las disputas respecto de quién se queda con la oficina del intendente y las promesas que no se pueden cumplir (un aspirante a gobernador por Santiago, por ejemplo, prometía “sacar la grasa del Estado”).

Para que la instalación de los nuevos gobernadores sea exitosa y permita ir construyendo gradualmente gobiernos regionales más robustos, no basta con la elección. El proceso de descentralización no se acaba el 15 y 16 de mayo, pues ahí solo se inaugura una nueva etapa. De hecho, ahora queda lo más relevante: afinar la legislación de acuerdo con las distintas experiencias de gobierno que se vayan generando, dotar a los gobernadores de recursos y de competencias, evaluar los mecanismos de resolución de conflictos entre el gobierno central y las regiones, flexibilizar la adecuación de las políticas públicas a las necesidades de los territorios, entre muchas otras cosas.

Estos asuntos son fundamentales si es que queremos que la elección de gobernadores nos permita reparar en algo la fractura entre política y sociedad. Todos ellos requieren de la colaboración del Ejecutivo, del Congreso y también de las autoridades locales y regionales. De no actuar en conjunto, es probable que el proceso se convierta en otra fuente de disputas entre políticos ensimismados, que se pelean tristemente los pocos ladrillos que van quedando bajo los escombros.

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Sin embargo, volver a posar nuestra mirada sobre el ámbito local, sobre las autoridades que están más cerca de aquellas necesidades cotidianas de la ciudadanía que el poder central muchas veces no alcanza a ver, también debiese ser una dimensión prioritaria para los miembros de la Convención. Los constituyentes representan a territorios específicos que, a pesar de tener cada uno necesidades particulares, comparten la precariedad de sus gobiernos regionales y municipales. Además, la organización territorial del país, la división administrativa y las competencias de las autoridades locales y regionales, entre otros, son asuntos que tienen una dimensión constitucional particularmente relevante.

Ahora bien, los miembros de la Convención deben ser capaces de generar un trabajo coordinado con el Congreso y el Ejecutivo, donde la dimensión legislativa y la constitucional puedan ir avanzando en carriles paralelos. Esto requiere un enorme esfuerzo, sobre todo si consideramos que en materia de descentralización los discursos de la clase política han sido mucho ruido y pocas nueces. Basta ver, por ejemplo, las diferencias entre los dichos y los hechos en el proceso de regionalización que derivó en la elección de gobernadores regionales. Todos decían apoyar la iniciativa, pero fueron muy pocos los que realmente hicieron algo para que el proyecto original mejorara o se aprobara.

En la discusión constitucional no puede ocurrir lo mismo. Las causas de nuestras crisis no pueden seguir esperando a ser solucionadas. Llegó el momento de que las promesas se cumplan: hay poco tiempo y la pelota está en su lado.

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