Por Guillermo Pérez
Agencia Uno

Una supuesta dicotomía entre acción y reflexión ronda al interior de ciertos grupos de la derecha. Según algunos miembros del sector, los intelectuales deben abandonar la construcción de diagnósticos o relatos y comenzar a actuar; dejar los escritorios y salir a las calles. Para esta posición, desplegarse en los barrios y escuchar a las personas excluiría una reflexión intelectual potente y de largo plazo.
Sin embargo, cabe preguntarse si no es esa misma carencia reflexiva lo que ha dejado a la derecha atrapada en una posición completamente reactiva –y estéril– frente a la agenda política y cultural levantada por las izquierdas desde el 2011. O si acaso es esta falta de reflexión la que mantiene a buena parte de los convencionales oficialistas sosteniendo una participación puramente testimonial respecto del contenido de la nueva Constitución.

La dicotomía entre actuar y pensar, entre calle y escritorio, es falsa: “la calle” –así como “el pueblo”– requieren de interpretación, y para eso hay que tener ciertas categorías intelectuales. Sin ellas, “la calle” –también “el territorio”– corren el riesgo de convertirse en puro voluntarismo, en uno más de esos términos vacíos que suelen ser aprovechados por los mismos demagogos que tantos –entre ellos quienes levantan esta dicotomía– criticamos.

De hecho, muchas de las tensiones actuales de la derecha se explican, precisamente, por esta ausencia de reflexión respecto de cuestiones fundamentales. Por lo mismo, ahora que algunos exigen con premura volver a los barrios y a las calles, es todavía más necesario explorar cómo este déficit se transformó en la gran piedra de tope a la hora de abordar adecuadamente las dificultades territoriales.

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Pensemos, por ejemplo, en la subsidiariedad. Durante las últimas décadas, la derecha se ha jactado de defender este principio y de actuar según él. Sin embargo, lo que han promovido no es subsidiariedad, sino que una visión instrumental e incompleta de ella. En concreto, se ha enfatizado solo la dimensión negativa del principio, relativa a la abstención del aparato estatal respecto de las dinámicas de la vida común. Esto ha significado dejar de lado otras dimensiones igualmente relevantes, y que intelectuales como Chantal Delsol (“El Estado subsidiario”; IES, 2021) resaltan con fuerza, tales como la necesaria intervención del Estado en aquellos asuntos que la sociedad civil por sí sola no puede resolver o una adecuada distribución del poder estatal a lo largo del territorio que evite centralismos excesivos como el chileno.

Esta visión parcial de la subsidiariedad, que no ha sido motivo de mayor cuestionamiento al interior del oficialismo, influyó en la mala prensa del principio en las izquierdas que hoy lo igualan a los excesos del mercado. Sin embargo, también ha sido un factor determinante para comprender la histórica indiferencia del oficialismo respecto de los problemas de los territorios y su visión del ámbito local como un espacio de operación política donde no se decide nada verdaderamente relevante.

En efecto, la forma de hacer política de la derecha a nivel territorial se contradice totalmente con la subsidiariedad que dicen defender. Y la inexistencia de proyectos políticos provenientes de los partidos con verdadera vocación y arraigo local, o la preferencia por candidatos cercanos a los dirigentes de las cúpulas en desmedro de los vínculos territoriales, son una prueba de ello. Sin principios –o sin una reflexión crítica respecto del despliegue de las ideas que se promueven en los discursos– no queda otra cosa que el vacío, el interés puramente electoral, el deseo de asegurar cargos y votos en disputas circulares que no tienen más justificación que el poder por el poder.

Algo similar ocurre con el proceso de regionalización en curso. La misma derecha que dice defender la subsidiariedad –y, por tanto, los territorios– no ha logrado plantear una sola idea constructiva para mejorar el proceso de descentralización iniciado en el año 2014 por el gobierno de Michelle Bachelet. Una vez más, su posición ha sido totalmente reactiva: oponerse a como dé lugar, sin proponer ninguna alternativa para sacar adelante los proyectos y sin siquiera ser capaz de disputar principios que, en teoría, la identifican, como la llamada “subsidiariedad territorial”, defendida –paradójica y principalmente– por la izquierda. De hecho, el presidente Piñera – autodenominado presidente de las regiones– intentó botar la elección de gobernadores hasta poco tiempo antes de que se inscribieran las candidaturas para el cargo.

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Esta actitud reactiva frente al proceso de descentralización no es solo un problema intelectual o abstracto, pues tiene consecuencias profundas en la práctica política: al poner todas sus energías en bloquear los avances de los proyectos, la derecha se olvidó de competir y terminó obteniendo solo un gobernador regional. Por tanto, en caso de llegar a La Moneda, Sebastián Sichel deberá negociar traspasos de competencias con 15 autoridades de oposición. Ninguna de estas dinámicas se cambia solo con más calle, buena onda y empatía; también es importante sentarse a pensar en qué principios se defienden y por qué. La forma en que se ha abordado la subsidiariedad, sobre todo en su dimensión territorial, es un ejemplo de cómo influyen las categorías intelectuales en el despliegue de la vida política y del daño que pueden generar cuando su comprensión es parcial e incompleta.

Ahora bien, este trabajo de reflexión no es solo fundamental para el oficialismo: la izquierda también debe enfrentar algunas contradicciones en sus discursos que más temprano que tarde pueden terminar por pasarle factura. Por ejemplo, la pregunta sobre cómo conjugar la posible tensión entre la demanda por un Estado central fuerte con los discursos en torno a la autonomía de los territorios debe poder responderse con algo más que apelaciones a la falta de voluntad política de los dirigentes de los últimos 30 años. Una dificultad similar puede surgir de las posibles contradicciones entre la demanda por resolver los problemas de los territorios teniendo en cuenta sus particularidades y la lógica universal e igualitaria de los proyectos de Estado de bienestar que buena parte de la izquierda busca replicar.

En el libro Idea y defensa de la Universidad (UDP, 2012), el filósofo Jorge Millas, refiriéndose a esta dicotomía entre acción y reflexión en el mundo universitario, cita a Félix Martínez, quien decía que “la alternativa de enclaustramiento o contacto con la realidad social es falsa”, pues “el enclaustramiento es uno de los modos egregios de tomar un contacto profundo y amplio con la realidad humana, es el instrumento social de la reflexión y de la previsión larga”. Dicho en simple, en estos tiempos de incertidumbre y de decisiones que impactarán nuestras próximas décadas, los escritorios son más fundamentales que nunca: aunque a muchos les pese, sin ellos no sabremos interpretar lo que dice la calle.

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