Por Cristián Castro
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Resulta tragicómico leer en medios de comunicación cómo distintos actores políticos se refieren al negacionismo histórico. Tragicómico, porque si hay algo que tienen en común los distintos grupos que han ocupado La Moneda y el Congreso en las últimas tres décadas, es haber conformado una concertación de partidos anti-historia, una de cuyas políticas más explícitas ha sido la baja sistemática de las horas de esta disciplina en el currículo escolar.

Tener el tupé de usar el concepto de negacionismo histórico por esa misma clase dirigente resulta, a lo menos, insultante y pone en evidencia que a nuestra actual crisis social le falta una reflexión intelectual seria. Es a propósito de este problema estructural, que me parece necesario hacer un par de comentarios sobre nuestra historia, los cuales espero puedan gatillar una mejor y saludable discusión.

En primer lugar, el bajísimo nivel del debate en torno a los 50 años del golpe de Estado no es, sino, reflejo de que estamos cosechando lo que se sembró. No fue un accidente, fue -y eso hay que asumirlo- la clase política que tenemos la que lo buscó. Dicho esto, siempre es bueno aclarar que Pinochet fue un traidor, asesino y ladrón, como lo demuestran las diversas investigaciones judiciales realizadas en nuestro país, y que fue producto de ese régimen dictatorial, con múltiples violaciones a los derechos humanos, que pudo implementar las transformaciones sociales que aún persisten en el funcionamiento de nuestra sociedad.

Sin embargo, el que tuvieran que pasar 50 años para que un periodista mainstream use esos adjetivos en relación con la figura del dictador, más que sorprendernos o entrar en debates sin sentido, nos debería llevar a reflexionar sobre el tipo de esfera pública que hemos construido y hasta qué punto la prensa en Chile cumple con ese mítico rol de quinto poder.

En segundo lugar, e íntimamente ligado a la propiedad de los medios de comunicación, cuando nos enfrentamos a la obliteración histórica a la que hemos sido inducidos, muchos se sorprenden del negacionismo, adjudicándolo a la ignorancia o la desinformación. Ese vacío de formación de conciencia histórica fue llenado por lo que los medios de comunicación han construido como narrativas explicativas del período. En un país con los niveles de concentración de medios que tenemos en Chile, muchas veces esas narrativas pasan a transformarse en sentido común. Por lo tanto, lamentablemente hay una parte importante de la población que todavía arguye la existencia de una suerte de refundación virtuosa de la nación desde el golpe y posterior dictadura, cuando se estructuró el modelo económico y social chileno. Esa narrativa fue divulgada por los medios sin mayor contrapeso, producto de las condiciones estructurales de la esfera pública chilena en la postdictadura.

Por esta razón, me parece importante empujar la agenda de ampliar las formas que tenemos de entender este período de nuestra historia en general, y reciente en particular. Los cambios forzados durante la dictadura generaron modificaciones profundas en la forma en que el Estado -y la sociedad- se hicieron cargo de las áreas de salud, educación y pensiones, por nombrar ejemplos concretos. Esos cambios solo fueron posibles porque se instauraron durante una dictadura que asesinó y desapareció a compatriotas. No fueron cambios que fuesen el resultado de luchas sociales que impulsaran aquellas agendas, sino que fueron parte de la instauración del proyecto económico neoliberal post una corta fase nacional desarrollista.

En tercer lugar, me parece necesario visibilizar la tendencia a separar la historia reciente de nuestro país con lo que el historiador Fernand Braudel definió como la longue durée o la larga duración. Braudel hablaba de tres tiempos históricos: la larga duración, la coyuntura, y el acontecimiento. Estos tres niveles se yuxtaponen. Por ejemplo, un acontecimiento como el golpe de Estado de 1973 es informado por la coyuntura de la Guerra Fría, y también responde a procesos de más larga duración. Por supuesto que Pinochet es una figura que debe ser entendida en las lógicas de la Guerra Fría: el anticomunismo, el terrorismo de Estado y la persecución política, pero eso no invalida que también sea manifestación de otros pulsos históricos de más largo alcance.

En este sentido, Pinochet no es solo el personaje caricaturesco de la Guerra Fría, de anteojos oscuros, que da una conferencia de prensa post golpe de Estado. Pinochet responde también a otras lógicas históricas; ocupa un espacio arquetípico de nuestro pasado profundo. En términos simbólicos, es una figura que también forma parte del legado militar de la Capitanía General fronteriza, que buscó emular la tradición parlamentarista para relacionarse con parte del pueblo mapuche, continuando con nuestro ethos de sociedad fronteriza.

Pero también detrás de Pinochet se instaló una elite social que vio en él la oportunidad de eternizar las lógicas atávicas del Chile profundo que se ancló en nuestro imaginario como el latifundio; y que vieron en los gobiernos de Frei Montalva, y en mayor medida en Allende, un avance preocupante de las fuerzas populares en la política chilena. Esa tensión social informó directamente la violencia de la reacción, el golpe, y lo que vendría. Pinochet debe ser entendido entonces en su complejidad simbólica y real.

Lamentablemente, todo el potencial educativo que debiese conllevar una conmemoración histórica como los 50 años del golpe de Estado ha estado ausente de nuestros medios por décadas, y resulta sintomático de la poca importancia que le damos a las humanidades y ciencias sociales en una sociedad que deifica lo económico por sobre todo lo demás. Por esa misma razón, muchos están condenados a seguir sorprendiéndose con futuros reventones sociales.

Esperemos que las futuras elites dirigentes sepan entender la responsabilidad que se tiene a la hora de pensar un país a corto, mediano y largo plazo; y que la lógica electoral deje de jugar un rol tan relevante en problemáticas de fondo como el tema de la educación en Chile. Esperemos que durante los meses que se avecinan sepamos reconstruir nuestra capacidad de llegar a acuerdos en materias como esta, y que pronto, los y las que generaron tal daño a nuestra sociedad se vayan retirando, como diría Trotsky, adonde pertenecen, “al basurero de la historia”.

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