Por Álvaro Vergara
AGENCIA UNO

El periodo octubre-noviembre estará marcado por conmemoraciones en el marco del segundo aniversario de la crisis y movilización social de 2019. Esto no es trivial, ya que las consecuencias del estallido social lograron degenerar a un ritmo vertiginoso no sólo el Estado de derecho, no sólo nuestra economía, no sólo las formas de hacer política, sino algo mucho más profundo: nuestros marcos de relaciones. Por de pronto, hoy se ha hecho usual creer que existe algo así como un derecho a imponer lo que se piense correcto a todo aquel que se cruce en el camino.

Lo anterior es importante porque, para el ser humano, las costumbres juegan un papel esencial en casi todos los ámbitos en que se desenvuelve. Necesitamos que nuestras vidas transcurran por cierto curso monótono capaz de brindarnos la calma y una mínima certeza de que nuestros trayectos, reuniones o actividades saldrán, en cierta forma, de acuerdo a nuestras expectativas. Aunque sólo sea en apariencia. No obstante, las particularidades del día a día, –en un mundo donde interactúa una gran multitud de personas– hace que de vez en cuando la rutina salga de sus puntos de encuadre con lo planeado: surgen los llamados “imprevistos”. Estos imprevistos alteran nuestras pasiones y suelen modificar nuestras conductas. Y, paradójicamente, al menos desde octubre de 2019, se han vuelto una especie de regla general.

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De este modo, nuestra “nueva normalidad” se conforma por cicletadas que cortan la libre circulación sin ningún tipo de permiso; calles atestadas de comercio informal que ofrece sin ningún pudor artículos “piratas”; avenidas sin señalética; plazas destruidas y rayadas; edificios quemados; comercios saqueados. Hemos sido testigos de la evasión del pago del sistema de transporte público hasta casi su desfonde, así como también hemos visto a barras bravas dirigiendo el tránsito y, de paso, cobrando peajes para poder circular por la ciudad. Los narcotraficantes se han apropiado no solo de las poblaciones, sino que incluso del cielo y el espacio acústico, con balaceras y fuegos artificiales con los que celebran o simplemente demuestran su poder. Y por si fuese poco, como telón de fondo, reina una atmósfera marcada por la superioridad moral, el desprecio y la agresividad sobre todo hacia quienes no se cuadran con el movimiento social. A su vez, a todo esto se suma una creciente inflación que amenaza la estabilidad de los precios y que poco a poco complicará aún más los bolsillos de las familias, sobre todo las menos acomodadas.

Nos fuimos acostumbrando a imprevistos varios y perdimos el asombro ante lo anormal; más aún si es algo negativo. De un segundo a otro, cualquier cosa puede ser posible: podría caer el gobierno y al mes siguiente ya nadie lo comentaría. Ya no nos impresiona. De hecho, parece que hoy sólo logramos cierta conmoción cuando nuestro día no tiene sobresaltos o cuando aparece algo de lo que debería ser rutina: un diálogo decente en televisión, un escrito sin tergiversaciones, un perdón sincero que no busca venganza —como el del convencional Luciano Silva a su par avalador de la funa Jorge Baradit—. Es triste, porque lo que debería ser rechazado es precisamente aquello que sale de esos cauces.

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Sí, las costumbres son fundamentales porque proporcionan dos efectos originales sobre la mente: primero, mayor facilidad para realizar una acción y; segundo, una tendencia o inclinación hacia ello. Ahora bien, para precisar lo anterior es necesario decir que en Chile nos acostumbramos a los imprevistos en dos formas; una activa y una pasiva. La forma activa se encarna en aquellos sujetos que ejercen la práctica de abusar, intimidar y destruir, y en general de imponer su voluntad egoísta sobre los demás de forma habitual, como si fuera una banal rutina. Y esto va desde el empresario que no le paga cotizaciones a los empleados hasta el que en los tacos maneja por la berma. La forma pasiva, en tanto, se ve reflejada en aquellos que ya modificaron su conducta para sufrir ese abuso y, aún más, para defenderse de ello. Como los propietarios de las cercanías de Plaza Baquedano, que se han organizado para la autotutela, o el que se tuvo que levantar más temprano por la estación de metro destruida, o el anciano que comienza a dudar de pagar su pasaje, luego de que otro fuera vitoreado como “facho pobre” por hacerlo. Agregaría una tercera forma, ecléctica: la de aquellos que ya nos acostumbramos a rogar que no nos toque a nosotros. La del que espera que mañana no aparezca una toma frente a su casa, la del camionero que ruega porque no le den un balazo en la Araucanía, la del carabinero que espera salir vivo luego de enfrentarse a la horda de delincuentes en el Barrio Lastarria que, mientras le arrojan cosas, le gritan “¡muérete, que se muera!”.

Y no, lo anterior no es un mero problema de orden público, como piensan algunos. Es mucho más profundo que eso. Es una cuestión endógena, que tiene que ver con la completa depravación de las virtudes públicas. En esa dirección, el pensador francés Alexis de Tocqueville, veía en el deterioro de las virtudes un fenómeno propio de la modernidad. Tocqueville notaba, por ejemplo, como al ciudadano de la Francia de su tiempo, “la fortuna de su aldea, la limpieza de su calle y la suerte de su iglesia no lo conmueven”, porque pensaba que aquellas tareas no le incumbían de ninguna forma. Eso mismo sucede en Chile. Hoy es común escuchar “que lo haga el Estado”. Tan insólito como esperar a que el funcionario municipal vaya a rescatar al joven de la adicción a la pasta base. La sociedad no es capaz de cohesionarse sólo por una fuerza exógena que la apriete y moldee desde afuera. En este sentido, aunque el estallido social ha logrado concientizar a las personas sobre algunos temas importantes, también terminó por enterrar aquello que ya teníamos medio olvidado: el propio cuidado de nuestras comunidades.

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Reconstruir las virtudes es tan difícil como imprescindible. En ciertos aspectos reestablecer el orden público a la fuerza es necesario, pero como única estrategia será insostenible. Satisfacer las demandas lo aliviará, pero tampoco lo solucionará: se olvida con demasiada facilidad que el humano es un animal inagotable. Las normas sólo se logran legitimar por el consenso de los mismos ciudadanos, quienes, viendo los réditos que pueden obtener a cambio, no sólo aceptan la institucionalidad, sino que participan activamente en su mantención y buen funcionamiento. El uso de la mascarilla ha sido ejemplo de ello, donde más que el miedo a la sanción estatal, se ha sabido cumplir debido al consentimiento de los mismos ciudadanos por motivos de autocuidado, protección de sus semejantes y la presión del medio.

Sin un cambio normativo como el anterior, seguiremos siendo controlados por los orcos que privatizaron nuestros espacios públicos. Por los mismos que obligaban a bailar a los otros para seguir su camino, aquellos que destruyeron nuestras Iglesias bailando y gritando, los mismos que saquearon locales comerciales y quemaron libros. La fuerza de gravitación de toda sociedad en que exista la posibilidad de lograr algo similar a una vida buena es aquella en que los ciudadanos cuidan de sus propias comunidades. Educación y virtudes, lo demás son soluciones parches.

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