Por Jorge Jaraquemada
Agencia UNO

El 18 de octubre de 2019 Chile sufrió un estallido de violencia brutal. La tensión que precedió ese día, marcada por el malestar radical al alza del precio del transporte público, fue protagonizada por estudiantes secundarios que protestaban en diferentes estaciones de metro, no sólo saltando torniquetes, sino además suspendiendo el tránsito y bloqueando el desplazamiento de miles de trabajadores. Aquella tarde de viernes marcó un punto de inflexión para nuestra democracia. Y si bien las señales de violencia venían desde hace ya bastante tiempo (por ejemplo, con las acciones de matonaje de los overoles blancos en el Instituto Nacional o el apoyo explícito del hoy candidato presidencial Gabriel Boric al FPMR y su reunión en Francia con uno de los asesinos del senador Jaime Guzmán), desde ese 18 de octubre la relativización oblicua de la violencia se convirtió derechamente en validación.

Dos años ya han transcurrido desde que estalló la insurrección. Incertidumbre y conflictividad son palabras que bien pueden resumir y describir el momento que atravesamos. Desde la masiva e intensa revuelta padecida, que obligó al país a encerrarse por completo, primero para protegerse de la violencia desatada y luego debido a la emergencia sanitaria, hoy podemos decir que la violencia, en sus diferentes expresiones, está lejos de desaparecer en nuestro país. Y si bien la pandemia aminoró su intensidad en las ciudades, el afán destituyente ha seguido expresándose agresivamente. No sólo hemos observado ataques a las policías o a símbolos y edificios republicanos y religiosos, sino incluso a representantes de la izquierda (como en su momento los sufrieron Gabriel Boric y Daniel Jadue) e incluso a los mismos convencionales elegidos para dar salida a esta crisis (como la tía Pikachú).

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Además, asistimos a un conato de revolución impulsado por una izquierda radical que, utilizando a la Convención Constitucional como un dispositivo político de conflictividad, pretende declararse un poder soberano, refundacional y auto constituido, desconociendo así el Estado de Derecho y el imperio de la ley. Al menos dos elementos alimentan esta premisa. En primer lugar, la conducción de la mesa presidida por Elisa Loncón ha sido errática (por decir lo menos) en condenar la violencia. En segundo lugar, la postura que ha asumido la izquierda radical, que tiene tomado el tercio en la Convención, impide llegar a acuerdos que permitan pensar que tendremos una nueva Constitución que cumpla la promesa de ser “la casa de todos”. Por el contrario, pareciera que lo que algunos grupos pretenden es impulsar un proceso revolucionario. Cuesta interpretar de otro modo el desconocimiento a los márgenes que enmarcan sus atribuciones. Esta percepción se sustenta en ejemplos como la demanda por indultar a quienes están acusados de cometer delitos graves y que denominan “presos de la revuelta”, intentos por restringir la libertad de expresión instalando el “negacionismo” en el reglamento de la propia Convención, hasta la vulneración de las normas constitucionales que los mandatan y rigen para aprobar las reglas y artículos de la que será la nueva Carta Fundamental.

El último ejemplo de esto, y tal vez el más grave, ha sido la inclusión de los plebiscitos dirimentes en el Reglamento General y en el de Participación aprobados por la Convención. De esta forma, la Convención se atribuyó la facultad de someter a la ciudadanía la decisión final de incluir o no en su propuesta aquellas normas constitucionales que no hayan alcanzado el quórum de dos tercios de los convencionales constituyentes en ejercicio, pero que si hayan logrado tres quintos. El objetivo de estos plebiscitos dirimentes es baipasear la obligación de llegar a acuerdos amplios entre los convencionales, con lo que la norma de los dos tercios requeridos para aprobar las reglas de votación y el articulado constitucional quedará superada y vulnerada. Con ello la Convención insiste en la conducta que ha venido evidenciando desde su instalación, cual es arrogarse atribuciones que no posee y hacer caso omiso de las reglas a las que debe someterse el proceso de generación constitucional. En efecto, los plebiscitos modifican la esencia del procedimiento de funcionamiento de la Convención simplemente porque la Constitución vigente no los contempla para aprobar normas específicas que no hayan alcanzado el quórum de dos tercios. Si una norma no logra alcanzar ese quórum debe entenderse rechazada. Utilizar plebiscitos dirimentes es una manera oblicua y tramposa de forzar la aprobación de una norma que no ha tenido el respaldo suficiente entre los constituyentes.

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Así, lo que debía ser una salida a nuestra crisis social y política ha devenido en un mayor deterioro de nuestra democracia. Los acuerdos parecen recuerdos de épocas lejanas (y poco dignas de recordar según algunos), la polarización sigue avanzando y las formas de expresión agresivas e insurreccionales (como acabamos de ver recientemente el lunes 18) están lejos de caducar. La economía también acusa este mismo diagnóstico, en la medida en que -como han señalado diferentes voces expertas- Chile está comenzando a dejar de ser mirado como un país atractivo para invertir, se observan salidas de capitales y aperturas de cuentas en dólares en el extranjero. La inflación, el alza de la UF y un dólar que no baja de los 800 pesos dan cuenta cotidiana de la incertidumbre que atravesamos, fruto de nuestra conflictividad octubrista.

El proceso constituyente, que en su momento pareció quedar en paréntesis durante los momentos más difíciles de la pandemia, ha seguido su curso como resultado de las esquirlas que dejó el llamado estallido. Sin embargo, lo que prometía ser el despertar hacia un nuevo Chile, sólo ha traído violencia, inestabilidad institucional, polarización y populismo. Todo revestido por algunos discursos envolventes que pretenden ocultar la realidad que atravesamos y relatos buenistas que se niegan a dar cuenta del trasfondo del proceso en que se esperanzaron. A dos años de la insurrección, no tenemos un país mejor y estamos lejos, mucho más lejos de lograrlo que lo que estábamos el 17 de octubre de 2019. Si algo debiéramos sacar en limpio de este tiempo es que hacerse cargo de los malestares y del bienestar anhelado no se alcanza con violencia, ni menos masacrando la institucionalidad democrática.

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