Por Álvaro Vergara
AGENCIA UNO

¿Desde cuándo se debe empezar a cuidar lo conseguido? Esa es la pregunta que la ultraizquierda ha querido evitar desde que comenzó el proceso de renovación constitucional. Es evidente que en las actuales circunstancias la sola interrogante incomoda, pues no han dejado de jugar al límite. Pero, aunque no se crea, este sector sabe muy bien desde cuando cambiar de actitud: solo al aprobar la Constitución. En efecto, ¿cómo se vuelve reaccionario un revolucionario? Una vez atornillado en el poder.

Tal actitud desprolija puede relacionarse con los dichos de Elsa Labraña en la ceremonia que dio inicio al proceso en curso. Ante los disturbios en las afueras de la ex sede del Congreso y la posterior intervención de Carabineros, la convencional increpó de forma histriónica a la secretaria relatora del Tricel, Carmen Gloria Valladares. “¡Llevamos 30 años! ¡Podemos esperar un día! ¡Un año si queri, pero páralo!”, gritaba. Hoy, a varios meses de la escena, parece ser que la gente deberá seguir esperando quién sabe cuánto, porque la Constitución que se asoma no solucionará ninguno de sus problemas más urgentes.

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Gran parte de la derecha razonable y dialogante (sí, no toda lo es) se mantuvo expectante antes de realizar cualquier cuestionamiento a la Convención. Pero, ¿cómo no volcarse a la crítica cuando se comienza a jugar con los pilares de nuestra República? Primero fueron las comisiones. Por ahí pasaron todo tipo de propuestas imaginables y trasnochadas, que iban desde el término de las concesiones de recursos naturales y su nacionalización (digna de los años 60), hasta la iniciativa que le escribieron a la convencional Rivera para eliminar los poderes del clásicos del Estado y reemplazarlos por una Asamblea Plurinacional (digna de los años 70, pero de la República Democrática del Congo). ¿Ha funcionado en alguna parte del mundo? Por supuesto, en la Unión Soviética, según la convencional.

Pero la crítica masiva no explotaba aún. “Esperen al pleno”, decían mientras tanto desde la Convención. Parecía que reunidos todos, los convencionales serían poseídos por una racionalidad comunicativa a la Habermas, que lograría limpiar todas las asperezas de los artículos recién horneados por las comisiones. Patricio Fernández, por ejemplo, salía a avisar que durante el trabajo dividido “las ansias de fijar identidades primaron por sobre la búsqueda de los acuerdos” y que “ese tiempo de lucha por la propia identidad, sin embargo, llegó a su fin”. Aunque anticipando que tampoco ahí la situación sería muy auspiciosa, invitaba desde ya a resignarnos a una Constitución “no ejemplar”.

El pleno ha comenzado su trabajo hace algunos días, y hasta ahora, se puede apreciar claramente una mayoría empeñada en aprobar lo que sus propias mayorías diseminadas en las comisiones ya aprobaron. A la fecha, existe una clara tendencia de que más de 103 votos pasan la aplanadora por sobre cualquier disidencia razonable. Y como la izquierda con esta cantidad junta los 2/3 piensa que no se requiere acordar con nadie más. En efecto, la ausencia de diálogo no es un mito creado por la derecha, sino que fue incluso confirmado por el convencional del Colectivo Socialista Andrés Cruz. En sus palabras: “Hay personas que tienen a sectores y personas vetadas. Y eso, pese a la retórica muchas veces hipócrita que se usa hacia el exterior, señalando que hay diálogo. Eso es falso”. Para algunos convencionales, no obstante, todo sería una mera campaña del terror de élites que quieren mantener sus privilegios. Esta mayoría abrumadora en la Convención, olvida que no basta que gane el apruebo, sino evitar una alta desafección de su pacto social.

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Bajo un distorsionado concepto de democracia, y utilizando el eslogan de que los constituyentes de los llamados movimientos sociales (que lograron entrar a la Convención por una ley que les permitió formar listas de independientes sin asumir ningún riesgo) representarían al pueblo, se ha evitado cualquier atisbo de autocrítica. ¿Pero de qué pueblo? ¿Tales constituyentes están seguros de que con el voto obligatorio se aprobaría la creación de múltiples sistemas judiciales que convivan entre sí? No vaya a ser que su misma confianza en la “voluntad popular” puede terminar con el fracaso de sus propias propuestas, pese a que las intenten camuflar de legitimidad ciudadana. Quizás, y solo quizás, un pueblo silencioso salga a rechazar a la élite de nichos de la cual forman parte los constituyentes.

De aquí no saldrá una Constitución, ni mucho menos será “la casa de todos”. Los artículos aprobados en las comisiones y algunos ratificados por el pleno lo confirman: este no fue un proceso constituyente, sino, en términos del jurista italiano Luigi Ferrajoli, es uno deconstituyente. No tuvo por finalidad crear una Constitución, si no solo desarmarla. Digamos las cosas como son: lo que se intenta es reemplazar las instituciones de nuestra democracia republicana por la “política cultural”, desactivando las estructuras protectoras por medio de un lenguaje difuso y de amplia interpretación. Y esto se hará sin la más mínima autocrítica de sus impulsores directos.

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El peligro está ahí, a la vuelta de la esquina. Y existe, precisamente, porque es el armado constitucional lo que se configura como el principal protector ante las tiranías. Una buena Constitución tiene como tarea principal la defensa de las minorías ante el abuso de las mayorías. Es por eso que, cuando los dictadores llegan al poder, lo primero que hacen es poner en suspenso la Constitución vigente (ahí está Pinochet); o mejor aún, crear la suya propia (ahí está Chávez y Maduro). Todo asusta más cuando los convencionales, enceguecidos por el cuento de la excepcionalidad chilena (nosotros seríamos superiores a nuestros países vecinos) y de su misma excepcionalidad (ellos serían mejores que los constituyentes de las constituciones que fracasaron), no ven los riesgos que provocará no solo un mal diseño, sino propuestas que crearán organismos de fácil cooptación política.

Si la derecha ya fue despojada de cualquier intento de diálogo o acuerdo en la convención por considerarse ilegítima de antemano, ¿por qué no se le debería eliminar de toda la institucionalidad? Es momento de que la izquierda reaccione. Olvida que en los países de la región con Estados fallidos los principales opositores perseguidos no son de derecha ni empresarios, sino que son sus propios hermanos políticos: los socialdemócratas.

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