Por Álvaro Vergara
Archivo/ Agencia Uno

El miércoles pasado, luego de dar testimonios incongruentes a Carabineros, el sospechoso del desaparecimiento de una mujer confesó el lugar en que se encontraba el cadáver. Los vecinos no se sorprendieron cuando Carabineros llegó de madrugada hasta el cerro Renca para efectuar pericias y perimetrar la zona, ya que se presumía que el cuerpo rondaba por esos lugares. Lo que causó estupor fue que al excavar se encontrara un torso humano desprendido: la ciudadana venezolana María Amparo Velásquez había sido descuartizada.

El descuartizamiento es una atrocidad que nos hace recordar tiempos oscuros. Como aquel día de 1978 en que un hombre que recorría parajes y cerros en busca de su hijo perdido en manos de agentes del Estado halló algo cerca de Talagante. Ahí, en los terrenos de una Cooperativa Agrícola habían dos hornos de cal que ocultaban una macabra sorpresa. El hombre dio aviso al abogado de la Vicaría de la Solidaridad, Alejandro González, quien al recibir el mensaje fue a investigar unos días más tarde. González, arrimándose sobre uno de los hornos, logró desprender las rocas y ladrillos que tapaban la entrada, y pudo arrastrase de espaldas hacia la bóveda. En esa posición, al agitar las manos sobre la superficie del horno algo cayó: era un tórax, tal como el de María Amparo Velázquez. Entre las piedras y rocas de aquellas chimeneas serían encontradas partes humanas. Alrededor de quince personas fueron sepultadas en los espeluznantes hornos en Lonquén.

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Guardando proporciones abismantes, diferencias de contexto histórico y sujetos causantes de los delitos —en esos tiempos los descuartizadores eran agentes del Estado—, en Chile estamos volviendo a ver ese tipo de prácticas deplorables. El caso de la mujer de Renca es uno en una amplia lista. Hace un par de semanas, por ejemplo, se supo que en la Araucanía no solo descuartizaron a otra persona, sino que secuestraron a dos y los sometieron torturas. Uno de los sujetos estuvo varios días en cautiverio. Luego de estar atado de pies y manos logró escapar mientras sus secuestradores se recuperaban de una borrachera. Recorrió diferentes predios semidesnudo, desnutrido y deshidratado, siendo rescatado finalmente por Carabineros, quienes constataron cortes con cuchillos en las piernas, quemaduras en la boca y una lesión en la cabeza con un hacha. Su compañero sin embargo, no tuvo la misma suerte: fue encontrado muerto, con su cuerpo quemado y también con indicios de descuartizamiento.

El historiador Alfredo Jocelyn-Holt en su libro El peso de la noche, plantea una tesis incómoda pero cierta: “Chile siempre ha sido violento; es más, siempre ha sido fuertemente desordenado”. Y los hechos actuales parecieran confirmarlo. Después de todo, la tranquilidad de la transición democrática se fue. Digan lo que digan, esos fueron los 30 años más pacíficos de nuestra historia (aunque no exentos de violencia, por supuesto). La cruda realidad es que hoy en Chile también hay torturados, quemados y descuartizados, la diferencia es que ahora ya no nos matan lúgubres policías secretas, sino que narcos y terroristas. Nos mata el egoísmo generado por la atrofia intelectual y educacional de algunos salvajes. Hoy te pueden acuchillar por un celular: por eso un hombre perdió la vida en Providencia mientras volvía a su casa el domingo pasado. Las organizaciones de derechos humanos y los políticos, mientras tanto, como no pueden sacar réditos políticos de esta situación, prefieren quedarse en silencio. ¿influirán las redes clientelares en esto?

Hace meses explicaba en una columna en este mismo medio que no sólo era preocupante de que nuestro Estado de derecho se deteriorara a ritmo vertiginoso, sino que lo peor era acostumbrarnos a una situación anormal y dañina: la violencia ya no nos causaba asombro, es más; adecuábamos nuestra conducta por ella. Si se tomaban una calle estábamos preparados para tomar la siguiente, si saqueaban nuestro supermercado más cercano íbamos a otro más lejos, si quemaban nuestra estación de metro preferíamos la micro. Nos volvimos pasivos, y así nos acostumbramos al abuso de quienes, al decir de Lihn, se entregan a causas injustas en su sed sanguinaria de justicia. Esto es delicado porque, cuando diversas situaciones o actitudes se hacen parte de nuestras costumbres, es difícil extirparlas. Por eso hoy, pese a que matan gente todas las semanas, no causa conmoción: ya es una práctica integrada, morir en manos de otro se ha ido volviendo en solo una estadística.

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No exageramos al decir, entonces, que la gente está desamparada. A principios de enero, Nelson Murúa Páez salía de su casa en Alto Hospicio hacia el centro de la ciudad. Pero al dejar su casa esa mañana no supo que jamás volvería a ver a sus hijos: Nelson desaparecería en el camino. Su familia, desesperada por no tener noticias de su paradero, interpuso una denuncia ante la Policía de Investigaciones. Lo único que llegaría horas después sería un extraño SMS: Nelson había sido secuestrado y se pedía una suma de $57.000.000, la que debía ser pagada en Bolivia. Como la familia no consiguió el dinero, finalmente, lo mataron. Su cuerpo fue encontrado en una toma cerca de Alto Hospicio. Otra cifra a la larga lista. Vamos sumando. Al momento de escribir esta columna, 73 personas han muerto durante el 2022. Más de dos al día.

Ni los niños se salvan. En febrero se cumplirá un año desde que Tomás Bravo, pequeño de sólo tres años y siete meses fue encontrado sin vida en una zanja en el sector de Caripilún, en la Araucanía. La semana pasada un ataque armado en Tirúa baleó a un Carabinero, su suegra y su hija de 7 años, quienes permanecen internadas, aunque sin riesgo vital.

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¿Hacia dónde nos dirigimos entonces? De no mediar un milagro, hasta la autotutela. Cuando el Estado deja de cumplir su primera función (que es la protección de sus ciudadanos) lo natural es que sean los privados quienes se defiendan con sus propias manos. Ante la falla de las autoridades, es probable que la violencia se combata con más violencia. Tal como lo dijo el Alcalde de Iquique, en el contexto de las fuertes protestas por la delincuencia y la inmigración descontrolada: “Al no haber Estado, el que toma control es el crimen organizado”. Pese a que la fuerza legítima sea controlada por el Estado, el ejercicio efectivo de esta termina residiendo en quien sea eficaz en su uso. Si es el narco será el narco, si son los ciudadanos movilizados para su protección serán ellos mismos. La ineficacia del Estado nunca sale gratis.

Es posible que la próxima guerra civil no será entre derechas e izquierdas, sino entre ciudadanos y familias versus delincuentes y narcotraficantes. Señores políticos: ¿Habrá algún problema público más urgente que éste?

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