Por Mónica Rincón
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141 kilómetros de buena política pública. Con la reciente inauguración de la línea 3, esa es la de extensión del Metro y no cabe más que estar orgullosos de él.

Porque el Metro reúne la mejor versión de lo público: colaboración, eficiencia, obras que cumplen sus fechas de entrega, trabajo de excelencia, creatividad, rentabilidad social. Habría que agregar que hace un tiempo, sumándose a algo que ha hecho Contraloría, Tío Metro (así se lo llama con cariño en las redes sociales) se ha acercado comunicacionalmente a los usuarios.

Y lo más difícil: se entiende al Tren Subterráneo como una política de Estado que trasciende los gobiernos de turno. Un presidente o presidenta lo anuncia, otro lo construye y un tercero lo inaugura.

Hasta ahora, además, nunca hemos sabido de corrupción, de pago de favores políticos, de directivos que no merezcan el cargo que tienen. Y eso, hoy por hoy, no es nada de obvio. Si no, es cosa de mirar en Perú el metro de Lima, una y otra vez entorpecida su construcción por escándalos de corrupción que se remontan a los años ’80 durante el gobierno de Allan García.

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Hay un pero. Claro, no es culpa de Metro sino de nuestras autoridades. Como en toda política pública, incluso en las mejores, en transportes se revela un tremendo centralismo. Mientras en Santiago podemos disfrutar de un tren subterráneo de excelencia, a otras regiones llegan las micros que se desechan en Santiago, hay calles en estado penoso y hasta puentes de madera o no hay puentes en lugares en que el traslado es en barcaza.

Tienen razón para quejarse los habitantes de otras ciudades. Pero también habría que preguntarles a las autoridades de esos lugares qué han hecho con el dinero de los fondos espejo que existen como respuesta al subsidio estatal al Transantiago.

No se trata entonces de que el Metro no siga creciendo, sino de que haya más ejemplos de esta gran política pública en todo Chile.

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