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Fuimos, somos o seremos migrantes o parientes de ellos. Los países se construyen también gracias a su importante aporte.

En el mundo, hoy son 272 millones, 51 millones más que hace una década. Actualmente el 3,5% de la población es migrante. 164 millones de ellos, trabajadores, 38 millones, niños.

Una realidad que los países deben abordar regulando, pero evidentemente con respeto a los derechos humanos, asumiendo realidades y derribando mitos.

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Porque así como los migrantes reciben salud o educación, también pagan impuestos y ayudan a crear puestos de trabajo al dinamizar las economías de las naciones que los reciben.

Juntos con estos flujos constantes, hoy presenciamos, además, el mayor número de desplazados de la historia. Cerca de 75 millones de seres humanos obligados a moverse dentro o fuera de su país.

De ellos, 30 millones son refugiados, la mitad: niños. Hay, además, millones de apátridas a quienes se les niegan sus derechos más básicos. Dejan su país de origen escapando de una dictadura, desastres naturales o hambruna. A veces se les acoge, otras se les rechaza y también se les persigue. Ejemplos de estos dramas de origen: Venezuela, Siria o Eritrea.

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Crisis humanitarias que deberían abordarse de manera solidaria, pero también regional, como en su momento Alemania les propuso a sus socios de la Unión Europea.

Justamente a estas personas son a las que más se les debería proteger, porque si la mayoría de los migrantes salen buscando un mejor futuro, para los refugiados es su supervivencia y su integridad la que está en juego. Emprenden viajes dolorosos, en los que muchas veces mueren o caen en manos de mafias. Porque simplemente, ese viaje es de vida o muerte.

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