Vacunarse es un acto de solidaridad. Acepto protegerme por mí, pero además, a los otros. Fabricar una vacuna debería hacerlo también, por principios, pero además, por eficacia, es decir, por interés.
Trabajando solidariamente, los puntos ciegos de un medicamento se reducen y los promedios de costos también, pero no lo es. En vez de colaboración, vemos hoy día competencia. Una carrera desatada que a las farmacéuticas puede beneficiarlas llegar primero, pero a los países y a los seres humanos que los componen no.
No en su conjunto, porque somos tan fuertes como el más débil. Porque si en solitario sigue sin conseguirse esa inmunidad global, que es la única garantía real, junto con otras medidas sanitarias, no avanzamos.
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La salud, algunos la ven como un servicio, no pocos como un arma política y otros como la oportunidad de millones y millones de dólares.
Antes ya de tener una vacuna, las empresas del rubro ganaron cientos de millones de dólares, cuando sus acciones se fueron a las nubes. Sólo Moderna, Novavax, BioNTech y CureVac sumarán 24 mil millones de dólares en ingresos en tres años.
Estamos frente, además, al nacionalismo de las vacunas, que promete darle réditos al país que avance primero, pero no necesariamente mejor. Y a los líderes que encabecen este proceso o que apuesten bien o más en su elección de los laboratorios con los que firman convenios, que incluyen cuantiosos fondos estatales, que sólo algunos pueden permitirse entregar.
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Pero eso es una ganancia corta. La vida debiese estar primero. Las economías no se bastan a sí mismas y los verdaderos líderes tienen una mirada global. En esta carrera por la vacuna contra el COVID-19, o llegamos juntos, o de nada les servirá a algunos cruzar la meta solos.
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