Por Matilde Burgos
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Que Ricardo Ezzati declarara hoy como imputado en una causa donde se investiga su eventual encubrimiento al sacerdote Óscar Muñoz, acusado de abuso sexual y violación, se da en el marco de la crisis más grave que haya atravesado la Iglesia Católica en Chile.

Por eso su colaboración no solo era esperada por la justicia, sino necesaria para la transparencia y legitimidad de la institución que representa.

Es a lo que se había comprometido la jerarquía en este caso. Porque recordemos que el mismo día en que el fiscal Arias allana las dependencias del arzobispado buscando pruebas en este caso, el enviado del Papa Charles Scicluna le prometía al mismo fiscal en la nunciatura, que la Iglesia entregaría toda la ayuda.

Era lo mínimo después que el mismo Papa Francisco denunciara encubrimiento y destrucción de pruebas en la reflexión que les entregó en Roma a los obispos chilenos antes de pedirles la renuncia.

Pero el cardenal Ezzati parece escuchar más a su abogado que al Papa. Su abogado, Hugo Rivera, como buen penalista, le recomendó guardar silencio, una estrategia que evita cualquier declaración que lo inculpe.

Pero, ¿es comprensible que un cardenal, que se compromete a dar hasta su vida por el bien de la Iglesia y que por eso usa el rojo como distintivo, recurra a estrategias judiciales para evitar una declaración? A mi modo de ver no. Y sólo ratifica un modo de actuar de la Iglesia: atrincherarse. Y de paso sigue perdiendo credibilidad.

Usar su derecho a guardar silencio podrá ser el derecho del ciudadano Ricardo Ezzati, pero no su deber como cardenal.

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