Por Mónica Rincón
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Nadie puede alegrarse con el suicidio de alguien. Son momentos de mucho dolor, sobre todo para la familia. Pero de ahí a calificar a Alan García de víctima o de mártir, me parece excesivo.

No fue un perseguido político, fue un investigado por la justicia. Como todos, tiene luces y sombras: un político como los que ya no quedan, que supo detectar qué pensaban los ciudadanos, pero cuyos gobiernos se vieron manchados por la corrupción.

Es cierto que ningún país quiere tener a cinco ex mandatarios investigados por faltas a la probidad, y a uno, además, condenado por delitos a los derechos humanos. Es cierto que se le pueden hacer críticas a los fiscales y jueces peruanos, por ejemplo, respecto del uso excesivo de la prisión preliminar. Pero es igualmente cierto que es rescatable la capacidad de la justicia peruana de ir tras quien sea necesario, algo de lo que no podemos jactarnos en Chile.

Algo que podría estar ahora en riesgo porque muchos ven en lo sucedido con Alan García una oportunidad para dificultar estas investigaciones.

En Chile, y habiendo antecedentes como para investigar, el sistema judicial y político prefirió hacer la vista gorda y no ahondar las campañas y pre campañas de Eduardo Frei, Sebastián Piñera y Michelle Bachelet.

Aquí, cuando se descubrieron los sobres con billetes para los ministros, también llamados sobresueldos durante el gobierno de Ricardo Lagos, se pactó una “salida política” y el Servicio de Impuestos Internos dictaminó que no había delito y que esos sobres no debían tributar.

Se estrecharon las manos y se felicitaron. Olvidaron que la democracia debiera sostenerse en la igualdad ante la ley, no en en mejorar las instituciones, pero borrón y cuenta nueva.

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