Por Joaquín Castillo

La semana pasada, el escritor francés Emmanuel Carrère fue reconocido con el premio Princesa de Asturias de las Letras en su versión 2021. El autor de Limónov, El adversario, El Reino y De vidas ajenas, entre otros títulos, es uno de los novelistas más célebres del momento, reconocido a lo ancho y largo del mundo. ¿Novelista? Sí, entendiendo la novela contemporánea como un texto que dejó de regirse por convenciones demasiado estrictas con respecto a la unicidad del relato, la presencia clara de un arco dramático y la preponderancia de la ficción.

En efecto, los textos de Carrère exploran ese difuso límite que existe entre realidad e invención, no tanto para desdibujar los contornos de la realidad como para mostrarla desde un lugar inusitado. Así, aquellos elementos que quizás pasarían desapercibidos en un contexto cotidiano se convierten ahora, impresos en letras de molde y al interior de un marco literario, en un objeto que nos obliga a detenernos en aquello por lo que solemos pasar de manera apresurada.

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Son muchos los autores que vuelven una y otra vez sobre esa grieta que separa el mundo real de la ficción. No es, además, algo propio del siglo XXI: desde el nacimiento de la novela moderna encontramos obras que ponen en tensión esa frontera cuya delimitación nunca ha sido definitiva. Sin embargo, en nuestra época abundan más que antes aquellos que cultivan la llamada autoficción, distinto a esos géneros tan propios de los siglos XIX y XX como lo son las memorias y las autobiografías —no me detengo en el infinito debate terminológico alrededor de la ficción y sus límites o la autobiografía y sus subgéneros—.

La autoficción posee, dicho en simple, una mayor libertad de acción, una posibilidad de no ceñirse a los hechos. Así, se le permite construir un juego de espejos donde la identidad se escuda en los mecanismos de la invención y la imaginación: nos encontramos con rasgos que remiten de alguna manera al autor, pero siempre cubierto por un manto de incertidumbre sobre el cual nos vemos obligados a transitar. Las obras de Carrère, en ese sentido, se insertan en una tradición que tiene insignes exponentes: la han cultivado Javier Cercas, Karl Ove Knausgard, Marjane Satrapi o Mario Vargas Llosa; o, en la escena local, Rafael Gumucio, Roberto Brodsky, Cynthia Rimsky o Alejandro Zambra, entre muchos, muchos otros.

¿Por qué tanta insistencia entre los autores de hoy en volver sobre un sujeto en primera persona escondido detrás de una identidad ficcional? Todo género literario remite a su época. Así, en un siglo definido por la ausencia de grandes relatos o donde todo parece ser contingente y cambiante, el sujeto vuelve sobre sí mismo y sobre el lenguaje para intentar encontrar algo firme en lo que asirse. Ya que todo aquello que lo rodea —la familia, la comunidad, la nación, la ideología— se desvanece en el aire, debe buscar en el “yo” la única continuidad que le queda disponible.

Pero volvamos por un instante a Carrère. Luego del rotundo reconocimiento que supuso, por parte de la crítica y del público, la publicación de El adversario (2000) —esa impresionante novela sin ficción que relata la historia de Jean-Claude Romand, el falso médico que asesinó a toda su familia e intentó, sin éxito, suicidarse—, todos sus libros han dado mucho que hablar.

El caso de Yoga, su última novela, fue especialmente polémico: salió a la luz que, por un acuerdo de divorcio, Carrère se había comprometido a no exponer nada vinculado a su ex mujer, lo que lo habría obligado a rehacer parte importante del libro. Y a pesar de ciertas reacciones en la prensa, queda claro que Carrère cumple. Sin embargo, paga un alto precio. Hasta cierto pasaje, el principio rector del autor es el siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo”.

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Cualquiera que haya leído El reino, El adversario o Una novela rusa sabe del alto costo que implica ese compromiso del autor. En ellas se exponen con desparpajo vidas propias y ajenas, a veces sin notar qué se puede estar pasando a llevar en el proceso. Sin embargo, pocas líneas después de haber declarado ese principio, el narrador de Yoga dice: “No puedo decir de este libro lo que orgullosamente he dicho de otros varios: «Todo lo escrito es cierto»”. La ficción se cuela en la historia, y quienes estábamos cómodamente leyendo desde la estética de sus últimos libros vemos cómo se derrumba la certeza de un pacto de lectura, y ese derrumbe vale probablemente para toda su obra. Sin embargo, quedarse en la delimitación de una frontera, en preguntarse qué es real y qué no, puede ser un ejercicio estéril: ficción o realidad, Yoga —al igual que otros libros del autor— organizan la realidad de manera que, luego de leerla, la observamos con un ojo distinto, descubriendo en ella una profundidad que no aparece a simple vista; y allí reside su mérito. Por supuesto que acá no hay puro narcisismo: está detrás la convicción de que el sujeto en primera persona es el único capaz de dar cuenta de la realidad, de conocerla y compartirla con otros.

En el caso particular de Yoga, nos encontramos con un hombre dañado y en vías de recuperación. Un hombre que medita, que se interna en una clínica siquiátrica y que realiza talleres de escritura en campos de refugiados en el mediterráneo. Todo esto mientras busca realizar una obra de arte digna de ese nombre: “Soy un hombre narcisista, inestable, lastrado por la obsesión de ser un gran escritor”. Una vez más, el cruce entre el ego y la obra. El premio español otorgado hace unos días parece ser un paso definitivo en la consagración dentro del Olimpo de las letras contemporáneas.

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