Por Jorge Jaraquemada

Cuando partió la insurrección en Chile rápidamente se instaló el imaginario de que lo que vimos al caer la tarde del 18 de octubre de 2019 –estaciones de metro quemadas simultáneamente, supermercados saqueados, edificios, microbuses e iglesias incendiadas, calles asoladas y automovilistas obligados a humillarse ante turbas que se apropiaron de las calles– fue un estallido social. Con el humo prácticamente en las narices casi no hubo resistencia de los actores políticos a las consignas en contra de los “30 años”. Solo así se entiende el mecanismo que se adoptó para elegir convencionales, el desamparo en el que quedaron nuestras policías y la “normalidad” con que el Congreso asumió algunas salidas –claramente inconstitucionales– para hacer frente a la pandemia. Casi tres años después, el país se movilizó y declaró en las urnas su rechazo y hastío al espíritu octubrista, pero quienes nos gobiernan se resisten a aceptarlo. Transparentar esa lamentable realidad debería ser el central desafío de todas las fuerzas democráticas.

El acuerdo de noviembre de 2019 fue, para una parte de la izquierda, una plataforma para romper con el sentido de todo acuerdo, cual es conciliar significados, horizontes o proyectos de país. Desde las posibilidades que entregaba la propia institucionalidad democrática, algunos buscaron barrerla completamente. El resto creyó que el espíritu era realmente buscar una convivencia en paz. Pero detrás de las fuerzas más extremas, el horizonte era más bien sepultar el espíritu de todo consenso. Por eso el PC y otros partidos frenteamplistas se restaron de la firma del 15 de noviembre, lo criticaron, denostaron e incluso lo funaron. Acordar implicaba marginar los extremos y lo que buscaban (y buscan todavía) esos extremos es exactamente todo lo contrario: el anhelo es imponerse, más allá de las formas, al resto del espectro político, porque para ellos la política es un constante conflicto. Basta ver cómo se relacionan al interior del propio oficialismo para entenderlo

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Una pregunta contemporánea, entonces, es si ya podemos dejar atrás, como parte de un aciago pasado, aquel momento y espíritu octubrista. No lo creo. El presidente, algunos de sus ministros, algún embajador y el partido más influyente de la coalición, el Partido Comunista, han dado suficientes muestras de que el conato refundacional es un horizonte medular que no abandonarán. Es decir, la masiva participación y el rotundo resultado del plebiscito del 4 de septiembre no es suficiente para la izquierda que “habita” La Moneda desista de sus afanes. Y no lo es, a estas alturas, por una clara razón: su idea de refundar implica anular la diferencia. Por eso no les importaron las señales que entregaban todos los estudios de opinión pública en contra de la plurinacionalidad, la eliminación del senado, la relativización de la propiedad privada, el debilitamiento del poder judicial y la marginación de los privados de contribuir al bien común, particularmente en materia de salud, educación y pensiones.

Otra pregunta insoslayable es si, dado que se pretende avanzar con premura hacia un nuevo proceso constitucional, existe un diagnóstico suficientemente amplio respecto de lo que nos ocurrió estos últimos tres años y, por tanto, sobre lo que debemos aprender para no repetir lo experimentado. Las respuestas son tan amplias como algunas decepcionantes. De un lado, la izquierda realmente moderada ha asumido que los afanes de Apruebo Dignidad son maximalistas, devorantes e ideológicamente suicidas para el país. Sin embargo, pareciera que todavía relevan más la necesidad de una nueva Constitución que la paz. Chile Vamos ha dedicado gran parte de las semanas posteriores al plebiscito a renovar su compromiso con el proceso constitucional y a intentar fijar límites sensatos al mecanismo y contenidos de un nuevo texto antes de iniciar el proceso. Mientras que la izquierda gobernante se ha dedicado a culpar del resultado a la ciudadanía y a la oposición, desconociendo el profundo fracaso de lo que ellos mismos consideran su proyecto. En este contexto la paz sigue siendo secundaria. Se ha convertido en un término políticamente esquivo para la ciudadanía. Los chilenos día a día nos vamos resignando a vivir en medio de portonazos, homicidios, crimen organizado, narcotráfico y un gobierno que todas las semanas reduce nuestro prestigio internacional.

Los casi ocho millones de chilenos que rechazaron la pésima propuesta de la Convención se motivaron a votar porque les pareció fundamental dejar clara su posición frente a la clara y única pregunta que el sistema político –y el presidente Boric– les realizó por medio de la papeleta del 4 de septiembre. Tratar de cuestionar a quien se le otorga el poder decisorio después de haber fijado las normas del juego democrático –y de haberlas ganado prácticamente todas cuando se discutieron– defrauda la promesa, socava más aún el crédito de nuestro sistema político, pero sobre todo pone en riesgo nuestra democracia. Será difícil consensuar una salida a nuestra crisis si quienes nos gobiernan y han fagocitado de ella se niegan a asumir y administrar su derrota.

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