Por Fabián Guajardo
Agencia UNO

Como en aquella emotiva y clásica película –El largo viaje–  el viaje del pueblo chileno a su dignidad ha estado marcado por el esfuerzo y muchas desventuras. Es cosa de hablarlo con alguien de nuestras familias o con vecinos, así lo cuenta y se enorgullecen. No resulta extraño, en especial con personas mayores, que se use cotidianamente la figura, en estos días muy polémica, que muchos fueron “la primera generación con zapatos”. Pero en el marco de los últimos 40 años de neoliberalismo los logros de estos héroes y heroínas populares no son solo sus zapatos: pasaron de la rancha a la casa; la primera TV, el auto; los primeros de la familia en la universidad; incluso los primeros viajes al extranjero. Amplias fracciones de este pueblo en ascenso –aquellos que se instalan sin invitación en la categoría de clases medias “con apellidos” – sostuvieron en su esfuerzo individual y en el endeudamiento aquello que fueron logrando.

Así vivieron el pacto postdictadura, que les trajo beneficios, pero también mucho agobio. Entendieron pronto que la clave era rascárselas con las propias uñas y, en lo posible, renunciar a la idea de ser pueblo. Sin mucha alternativa, educaron o educan a sus hijos en escuelas particulares subvencionadas; cada vez que pudieron huyeron de las filas del consultorio, a un centro médico o clínica privada; y se endeudaron frente a bancos para estos u otros bienes sociales. No es extraña entonces su desconfianza al Estado o su distancia con aquello que se nombra público.

Son quienes, ya cansados de los abusos y la indolencia de la respuesta estatal, se hicieron protagonistas del estallido de 2019. En su legítima manifestación cuestionaban a un sistema económico y político que tocaba límites en darle posibilidad de seguir en “su viaje”. Las promesas se acumulaban ahora como frustraciones ante un orden que no garantizaba el traspaso intergeneracional de los beneficios y donde abundan las desigualdades. Ante el estallido un desacreditado sistema político, por años incapaz de responder a sus demandas, intentó reaccionar de urgencia. La propuesta de salida fue institucionalizar la solución mediante un proceso constitucional.

La sociedad respondió convocándose a las urnas como en décadas no lo había hecho: en voto voluntario, marcó con claridad que deseaba cambios y la alternativa de abrir un proceso constitucional (80% lo aprueba). Luego manifestó su oposición a la élite política y votó por lo que en ese momento le parecía lo nuevo: Lista del Pueblo, Apruebo Dignidad e incluso figuras que en esos años eran símbolos popularizados de pedagogía del cambio: Betsy Gallardo, Baradit, tía Pikachu, entre otros y otras. Y en el cierre de ese ciclo, en segunda vuelta y en la votación de mayor participación electoral de la democracia chilena, eligió al presidente más joven de la historia de nuestra República. La insistencia fue mostrarse opositores a lo de siempre, a la élite política y las formas de los últimos 30 años. Hasta ahí, con ilusión en que los cambios sociales eran posibles.

En medio de la crisis de subsistencia originada por la pandemia del Covid 19, y la consecuente crisis de cuidado que de ella se deriva, las vías institucionales de cambio fueron decepcionando a los sectores populares. La política apareció nuevamente enredada en sus intereses y veleidades, carente de la efectividad que requería el momento. En la Convención, el resultado fue una propuesta de borrador constitucional que, independiente de sus virtudes o debilidades de contenido, resultó ajena a amplias franjas de la sociedad. Y en las respuestas a las necesidades sociales primaron los desencuentros: no hubo acuerdo de pensiones, no hubo reforma a la salud, solo hubo retiros de la AFP. Y luego, más retiros, y con ellos creció un campo de oportunismos político, que incluso se ha organizado en intentos populistas de representación.

Pero hubo una novedad en el esquema. La obligatoriedad del voto en el plebiscito de salida integró al electorado a un grupo enorme de la población —cerca de 5 millones— que por décadas se mantuvo distante de las pugnas de la política. Y se manifestaron con firmeza en el rechazo (62%) a la propuesta de la convención, en la elección con la mayor participación de la historia de Chile (cerca de 13 millones de votos). Un golpe muy duro al proceso constitucional y al gobierno, con la presión adicional de una oposición política que se apresuró a embolsarse a su beneficio ese resultado.

La postpandemia reeditó la experiencia del apretón económico para buena parte del pueblo que ha sido la novedad electoral en el último año. Después de casi 30 años volvieron la inflación y la estrechez. Junto a la incertidumbre económica, se acrecentó un miedo – algo azuzado por los Medios, pero real– a las nuevas formas de delincuencia. Una amenaza que venía creciendo en la última década pero que, en su intensidad y notoria violencia, se manifestó dramática en los últimos dos años.  En esa combinación de incertidumbre y miedo, crece el razonable el deseo por seguridades.

La demanda por seguridad pública fue el corazón de la conversación social en los últimos seis meses y el marco de instalación de una segunda oportunidad del proceso constitucional, que tomado por la intención de mayor control de parte del sistema político no generó mayor interés en la ciudadanía. De esto toma nota con talento comunicacional la derecha y, en especial, la ultraderecha. No importa su oposición al proceso ni que la discusión constitucional no es campo de soluciones prácticas. Saben leer en la sociedad, en especial los sectores nuevos del electorado son pragmáticos, la aversión a la imagen de los políticos tradicionales y la demandan por efectividad ante la inseguridad reinante. Ofrecieron, por tanto, efectistas imágenes de seguridad.

En esta semana de lecturas postelectoral ha primado la metáfora del péndulo para señalar el comportamiento del electorado. Los intentos son de leer un supuesto vuelco desde posiciones de izquierda, a un bandazo a posiciones conservadoras. Y a primera vista puede parecerlo, pero solo superficialmente.

Más que un péndulo estamos ante nuevos electores que son una suerte de oposicionistas.  Ha de entenderse que, al igual que en la votación de Convencionales del 2021 o que en el Rechazo al texto emanado del primer intento constituyente (2022), el domingo 07 de mayo la sociedad manifestó un nuevo rechazo. No va uno, sino ya tres o cuatro. Lo que en apariencia resulta un vuelco, ha sido más bien la continuidad en oponerse a las fórmulas institucionalizadas de ineficacia política y poca atención a los intereses sociales de todo lo que aparezca o se vuelva establishment político. 

Una vez más rechazan la distancia con la que el sistema político enfrenta las preocupaciones populares sobre la vida cotidiana, las demandas por seguridades —públicas o sociales— y el largo historial de incapacidad de llegar a puerto en reformas fundamentales. Hasta antes del voto obligatorio su distancia con la política oficial era desoída, hasta irrelevante por su escaso efecto electoral, pero desde el voto obligatorio resulta ineludible.

El resultado del 07 de mayo no implica de manera mecánica una aversión a los cambios o la adhesión popular a una agenda conservadora, en los términos que plantea la ultraderecha que triunfó en la elección. Es más bien la búsqueda de soluciones concretas a un escenario de incertidumbres y, en especial en el voto nulo, una forma de manifestar nuevamente la distancia creciente que tienen con una política ensimismada y carente de sensibilidad con las necesidades sociales.

Es entonces un buen momento para leer la continuidad y la profundidad de esta crisis de representación y la responsabilidad que tienen las actorías democráticas. Esto es especialmente relevante para la derecha que queda en minoría y en la disyuntiva de construir un proyecto constitucional viable o plegarse a la hegemonía de la ultraderecha, que por ahora suena a novedad y éxito. Resulta importante saber, por ejemplo, qué harán ante la discusión por los derechos sociales y económicos – salud, pensiones, vivienda, cuidados y educación– pues ese ámbito de seguridades sigue en la lista de espera de la sociedad chilena.

Y la izquierda, requiere sopesar que van ya dos elecciones – con ampliación del electorado por voto obligatorio– sin dar con el tono para representar a las mayorías sociales y su búsqueda de seguridades. Conformarse en el tercio del electorado con el que se logró el triunfo del presidente Boric (4,5 millones de un electorado de 13 millones) sería un grave error, pues en este nuevo escenario parece ir menguando y en cualquier caso resulta insuficiente. El desafío está en dirigirse a un pueblo al que por casi 30 años no fue necesario hablarle para ganar elecciones. Resulta fundamental ofrecer eficacia en acuerdos políticos y capacidad de construir políticas públicas que resulten en cambios significativos para la vida cotidiana de estos sectores sociales como, por ejemplo, se logró en el avance de la reforma de las 40 horas. Diálogo y construcción de una política que el pueblo distinga en su beneficio, es el desafío.

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