Por Rodrigo Pérez de Arce
DIEGO MARTIN/AGENCIAUNO

La Convención ha despertado múltiples críticas en las últimas semanas por sus erráticas actuaciones, declaraciones e iniciativas desafortunadas o derechamente inaceptables (al menos dentro del marco de un régimen democrático). También por sus duras renuncias, polémicas internas y dimes y diretes. Nadie puede decir que esto responde exclusivamente a una campaña de terror orquestada por intereses oscuros. Por ejemplo, sería ridículo considerar que Lorena Penjean, ahora ex directora de comunicaciones del órgano constituyente, participa en un contubernio con la derecha que quiere hacer fracasar el proceso. Más bien pareciera ser lo contrario: que la crítica fundada es lo único que quizás pueda hacer reaccionar a los convencionales.

Algunas voces en el espacio público, sin embargo, han desdramatizado la crisis. “Que no panda el cúnico”, decía con cierta ironía el periodista Daniel Matamala. Nada está aprobado todavía, decía en su columna en La Tercera, y son varios los procesos que están corriendo en paralelo. Algo similar señaló la convencional Patricia Politzer en una columna en The Clinic. En su caso, el argumento es ligeramente distinto: “Este momento histórico incomoda, irrita, angustia a muchos. Porque lo cierto es que estábamos acostumbrados a escuchar voces levemente discrepantes. Por largo tiempo, el debate fue entre iguales, o casi iguales, en un marco estrecho del que salirse era mal visto, era fumar opio”. La incomodidad sería solo el resentimiento de una élite descolocada. De autocrítica, nada. Fin del asunto. Como si la democracia no implicara hacerse cargo de las críticas, sobre todo cuando provienen de personas a las que debería escuchar, como Patricio Zapata, Natalia Piergentilli u Oscar Contardo.

En estos y otros casos, el factor común es que la defensa de la Convención viene cubierta por un halo de condescendencia. Ante el más mínimo atisbo de contrariedad con el modo en que se dan las discusiones, las votaciones, las normas aprobadas o los discursos grandilocuentes de algunos convencionales, aparece un sonsonete similar, una armadura retórica que desvía la crítica hacia la ignorancia, la histeria o los intereses ocultos de quien la profiere.

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Sin embargo, si miramos el panorama desde la perspectiva de la construcción de legitimidad, aparecen sombras importantes en el trabajo constituyente, lejos del alegre optimismo mencionado. Producir legitimidad es una de las tareas más importantes y delicadas de la Convención. Puede que el resultado no sea técnicamente perfecto (aunque sí debería ser lo mejor posible considerando sus efectos jurídicos), pero al menos habría sustento ciudadano, apoyo a las normas y cooperación con ellas en el caso de tratarse de un nuevo texto constitucional revestido de grados significativos de respaldo. Es en ese sentido en que se decía que la nueva Constitución era un proceso: la Convención tiene un año para ayudar a revincular la política y la ciudadanía, para cooperar en reparar la honda fractura que las separa y que vuelve impotente al sistema institucional para conducir la crisis.

¿Cómo construir esa confianza si la ciudadanía percibe a la Convención como un permanente, como si de Pedrito y el lobo se tratara? ¿Basta el llamado a la calma de algunos convencionales que dicen que esto es algo como ‘la verdadera democracia’? ¿No debiera producir alguna preocupación que la confianza en la Convención disminuya mes a mes, y que incluso partidarios acérrimos del proceso pongan un manto de dudas sobre su éxito? ¿Se trata solo de élites alharacas que critican todo?.

En un documento publicado hace meses advertíamos de esta circunstancia: “el desafío de la Convención Constitucional es crear un nuevo texto plenamente legítimo en el cual las personas y el sistema político se sientan identificados en la mayor medida posible y que propicie, a su vez, un respeto transversal por las reglas e instituciones”.

Tal objetivo solo se podía lograr mediante un recorrido largo y lento. No podíamos esperar esa confianza de un día para otro. El no cuidar la naturaleza procesual del camino constituyente podía resultar en una deslegitimación del órgano que la redacta y de su resultado. Por más que hacia el final se logre consensuar un texto medianamente coherente y funcional para el despliegue de la política (lo que hoy es dudoso, por desgracia), la Convención puede estar fracasando por su lado terapéutico, al replicar muchos de los vicios –a veces, aumentados– de la clase política tradicional.

Al subordinar el proceso al resultado final, dejan pasar todas las pachotadas jurídicas y comunicacionales, que agotan poco a poco la escasa credibilidad que producen las instituciones políticas. ¿Entregar al Estado “el dominio absoluto, exclusivo, excluyente, inalienable e imprescriptible de todos los bienes estratégicos” y nacionalizar todas las empresas que actualmente explotan estos minerales, dejando la gestión en manos de empresas estatales? Tranquilein, John Wayne. ¿Denunciar y retirarse de los tratados comerciales internacionales por neoliberales, abandonar de la CIADI? Tranquilein, John Wayne. ¿Aprobar, aunque sea en general, un sistema político incoherente y que debilita la ya frágil gobernabilidad del país? Tranquilein, John Wayne. ¿Evaluación política de los jueces por una comisión designada por el Presidente? Tranquilein, John Wayne.

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Es cierto que todo eso fue en general, que restan etapas, que nada es definitivo. Pero, de nuevo, la legitimidad de la nueva Constitución se construye ladrillo a ladrillo, y no provendrá solo de un resultado final más o menos razonable.

Un eventual fracaso de la Convención sería una mala noticia para todos. Las enormes expectativas que se depositaron sobre la posibilidad de resolver nuestros problemas por esta vía implicaban un comportamiento a la altura de los representantes. No es mucho lo que se ha visto, no obstante el arduo trabajo de muchos constituyentes. El problema no reside en la flojera, sino en el desorden y el exceso.

Quizá, uno de los problemas radica en la ausencia de fuerzas antagónicas equivalentes en la Convención. Aunque suene paradójico, la incapacidad de la derecha para obtener una representación mayor terminó siendo un problema para las izquierdas. Sin estos polos, desaparece la tensión creativa que nutre a la política. Por el contrario, que sean esas izquierdas las responsables de conducir el proceso en soledad, teniendo al frente a una cancha casi totalmente despejada, terminó por hacerlas girar en banda. Esto nos recuerda las virtudes de tener frenos y contrapesos políticos, a pesar de que no acomoden en toda circunstancia.

Tranquilein, John Wayne, dice la rima popular que parece sintetizar la actitud indulgente de algunos frente a los errores sucesivos de la Convención. Una actitud lamentablemente ciega frente a las dificultades por las que pasa el órgano constituyente. La manera de defender a la Convención hoy requiere una mirada más aguda, menos prejuiciada que aquella. Debemos identificar a tiempo sus puntos débiles, sus flancos abiertos, sus perplejidades y límites para ajustar aquello que sea necesario antes de una caída irreversible. Debemos hacer todo para evitar un fracaso que, como otros en otra ocasión, no quieren ver venir.

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