El respeto a los derechos humanos no es un freno para el desarrollo. Es, por el contrario, un marco que permite construir negocios más justos, resilientes y sostenibles.
“Chile se posicionó como el mayor exportador mundial de 24 productos en 2024”. Así tituló Pulso una noticia de esta semana. Ese liderazgo exige no solo eficiencia productiva, sino también responsabilidad respecto de los impactos sociales y ambientales en las cadenas de suministro internacionales.
En este contexto, los derechos humanos han dejado de ser una preocupación exclusiva de los Estados para convertirse también en una responsabilidad empresarial. Esto se debe, en parte, a la creciente visibilidad de abusos vinculados a actividades empresariales en contextos donde los marcos legales nacionales resultaban insuficientes. Para cerrar esa brecha, Naciones Unidas desarrolló un marco común: los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos, aprobados por consenso en el Consejo de Derechos Humanos en 2011. Este instrumento establece responsabilidades claras para el sector privado: toda empresa —independiente de su tamaño o sector— tiene la obligación de respetar los derechos humanos, lo que implica prevenir impactos negativos, incluidas sus cadenas de suministro, y actuar frente a situaciones de vulneración.
Este marco se ha ido consolidando a nivel global, particularmente en Europa, donde diversas leyes y regulaciones exigen a las empresas —y a muchos de sus proveedores internacionales— identificar y abordar riesgos en derechos humanos y medioambientales. En sectores altamente globalizados como el frutícola chileno —donde Chile destaca como el mayor exportador mundial de cerezas frescas—, esta exigencia no es teórica: se expresa en los requisitos de compradores, inversionistas y consumidores que esperan mayor transparencia y compromiso con el bienestar de las personas que participan en las cadenas productivas.
En ese escenario, el respeto a los derechos de personas migrantes se vuelve una preocupación central. Se trata de un grupo que, por su situación administrativa, la dependencia del empleador o las dificultades de acceso a información y a mecanismos de protección, enfrenta riesgos de abuso, informalidad laboral o trato desigual. En la agricultura, estas condiciones se agravan debido a la estacionalidad del empleo y a la frecuente externalización de funciones como el reclutamiento o la contratación.
Las personas migrantes son fundamentales para enfrentar la escasez de mano de obra en el agro chileno. Esta dependencia implica una responsabilidad clara para el sector: asegurar procesos de reclutamiento responsables, condiciones laborales dignas y canales eficaces para prevenir abusos no es solo una obligación ética, sino un componente esencial de la sostenibilidad empresarial.
Aunque para muchas empresas puede parecer desafiante internalizar estos estándares en sus procesos de gestión, lo cierto es que hoy existen múltiples guías, herramientas, certificaciones e instancias de acompañamiento para facilitar esa tarea. El acceso a este tipo de apoyos —desde organismos multilaterales, asociaciones gremiales o iniciativas de debida diligencia— ha crecido de forma significativa. Por tanto, la falta de conocimiento o de capacidades ya no es una excusa válida para no avanzar.
El respeto a los derechos humanos no es un freno para el desarrollo. Es, por el contrario, un marco que permite construir negocios más justos, resilientes y sostenibles. Las empresas que entienden esto no solo cumplen con la normativa internacional: también se preparan mejor para enfrentar los desafíos sociales, reputacionales y regulatorios del presente.
Magdalena Morel es directora ejecutiva Fundación Casa de la Paz y parte del consorcio Periplo Chile.