Columna de Jorge Jaraquemada: Modernizar el Estado, una urgencia siempre postergada

Por Jorge Jaraquemada

30.10.2025 / 19:21

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Modernizar el Estado no puede seguir siendo una promesa electoral que se renueva cada cuatro años. Si no se actúa con decisión, el país se arriesga al estancamiento económico y a la irrupción de populismos que buscan capitalizar la percepción de que el aparato estatal no sirve a la gente. La reforma es un deber político y, a la vez, ético.


El aparato estatal chileno exhibe crecientes signos de agotamiento: fragilidad institucional, déficits de gestión, captura política y objetivos desconectados de las tribulaciones de la gente. Renovarlo es imprescindible para recuperar la confianza, reactivar el crecimiento económico y garantizar servicios dignos para todos.

Sus falencias no son nuevas. La proliferación de ministerios y servicios ha generado silos que dificultan la coordinación, duplican funciones y desdibujan la responsabilidad. Mientras tanto, las personas experimentan un Estado lejano, lento e indiferente a sus necesidades. Esto se traduce, por ejemplo, en esperas interminables para una cirugía, en escuelas que no reciben recursos a tiempo o en proyectos de inversión que se encarecen. Todo esto provoca frustración.

A ello se suma una idiosincrasia que prioriza el cumplimiento formal por sobre la obtención de resultados, donde las evaluaciones carecen de consecuencias reales y los incentivos no generan mejoras significativas. La administración está atrapada entre la inercia y la ausencia de visión estratégica.

Frente a este diagnóstico, los consensos técnicos están sobre la mesa desde hace tiempo. El año 2009, un grupo transversal de centros de estudio —la Fundación Jaime Guzmán entre ellos— reunidos en el Consorcio para la Reforma del Estado, publicó el libro “Un mejor Estado para Chile”, que fue entregado a todos los candidatos presidenciales de entonces, con propuestas concretas y ampliamente compartidas que aún no han perdido vigencia.

Además, hay experiencias internacionales exitosas: digitalización e interoperabilidad en Dinamarca y Estonia; profesionalización de la burocracia en Canadá y Singapur; auditorías de desempeño y rendición de cuentas en Corea del Sur y EE.UU.; y centros de gobierno en Nueva Zelanda y Reino Unido. Todas ellas muestran que un sector público ágil, altamente calificado y eficiente es posible. Lo que ha faltado acá es voluntad para desafiar intereses, superar prácticas anquilosadas y asumir los costos de hacerlo.

Un paso decisivo sería establecer un centro de gobierno con capacidad de planificación estratégica, monitoreo de metas y coordinación de políticas, con estructura flexible y orientado a logros. Esto permitiría fijar prioridades, orientar decisiones, impulsar estándares de calidad, aplicar evaluaciones rigurosas y una rendición de cuentas genuina.

La transformación digital es otra pieza clave. Iniciativas como Chile sin papeleo o el desarrollo de una aplicación única —que permita realizar trámites desde un smartphone— deben dejar de ser eslóganes y convertirse en realidad. Integrar las bases de datos, garantizar su interoperabilidad y evitar la duplicidad de solicitudes de información y de trámites, son pasos concretos hacia una gestión inteligente y al servicio de las personas.

Actualizar el empleo público es otro imperativo. Los estímulos económicos deben alinearse con el servicio a los usuarios y no con metas simbólicas, como ocurre con el tristemente célebre Programa de Mejoramiento de la Gestión (PMG). La movilidad interna, la profesionalización de los mandos medios y el fortalecimiento del mérito deben ser parte de la cultura.

Pero ninguna reestructuración es sostenible sin probidad. Para prevenir la corrupción es vital promover una transparencia proactiva, controlar los conflictos de intereses, establecer inhabilidades efectivas al tránsito entre los ámbitos público y privado, y usar sistemas inteligentes de control y fiscalización. La eficacia técnica y la integridad se refuerzan mutuamente. Sin la primera los cambios no se sostienen; y sin la segunda carecen de credibilidad.

Chile está en una disyuntiva. Modernizar el Estado no puede seguir siendo una promesa electoral que se renueva cada cuatro años. Si no se actúa con decisión, el país se arriesga al estancamiento económico y a la irrupción de populismos que buscan capitalizar la percepción de que el aparato estatal no sirve a la gente. La reforma es un deber político y, a la vez, ético. Postergarla perpetúa las deficiencias, alimenta la desconfianza y abona el camino a la demagogia; implementarla, en cambio, honraría la promesa de un Chile que vuelve a confiar en sus instituciones y mira el futuro con esperanza.


Jorge Jaraquemada es director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán