Chile no puede claudicar ante la corrupción ni habituarse a la desconfianza. Cultivar una ética pública no es una aspiración idealista, sino una condición indispensable para revitalizar la legitimidad democrática y proyectar un futuro compartido. Y el ejemplo, para ser creíble, debe provenir desde La Moneda.
Chile enfrenta una paradoja inquietante: mientras la ciudadanía exige más probidad y transparencia, los escándalos de corrupción se multiplican, desde redes de activistas que se confabulan para extraer recursos fiscales hasta fraudes con licencias médicas de funcionarios viajeros o ludópatas. Aunque la degradación moral no reconoce fronteras ideológicas, en los últimos años se ha intensificado por la complacencia de un gobierno que relativiza los casos que lo involucran. No se trata de episodios aislados, sino de un patrón persistente que socava la confianza y alimenta una espiral de cinismo y desapego democrático.
Ante esta realidad, es urgente cimentar una cultura de integridad que ponga el acento en la responsabilidad individual, la coherencia entre medios y fines, y la primacía del bien común. ¿Por qué tanta premura? Porque restaurar la legitimidad institucional es esencial, pues sin ella la democracia deviene en un ritual hierático y vacío al que la población va retirando progresivamente su apoyo, hasta que ya es demasiado tarde para revertir la desafección.
Esta transformación requiere señales inequívocas del poder político. La condena a la corrupción no puede ser ambigua, selectiva ni tardía. Exige una voluntad política sostenida y reformas que cierren espacios a la opacidad, a los conflictos de intereses y al abuso de poder. La contingencia nacional sugiere avanzar en la trazabilidad de gastos reservados y fondos discrecionales, en monitoreos preventivos y fiscalización inteligente, y en la inhabilitación efectiva de autoridades venales.
La OCDE, por su parte, ha advertido que necesitamos implementar normas más estrictas para el lobby y el financiamiento de la política; un registro público y confiable de beneficiarios finales, que evite el uso de sociedades pantalla para contratar con el Estado; y establecer períodos de enfriamiento más rigurosos para las autoridades y funcionarios que transitan hacia empresas reguladas o vinculadas, y viceversa. Son reglas estándar en las democracias consolidadas y, al no adoptarlas plenamente, nuestro país se va rezagando.
En estos días, Chile Transparente —en conjunto con un grupo transversal de centros de estudio— ha dado un paso relevante al invitar a los candidatos presidenciales a suscribir un compromiso en esta dirección.
Ahora bien, la probidad pública no es solo tarea del Estado, también demanda disposición y coherencia de los particulares. Las empresas —a veces cómplices de malas prácticas— deben reconocer que su prestigio no solo depende de resultados financieros, sino también de su aporte a una convivencia regida por principios. A su turno, los medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil cumplen un papel irremplazable en exponer abusos y exigir su corrección. Y usando datos abiertos e inteligencia artificial, bien pueden convertirse en un contrapeso eficaz ante la desidia estatal.
Los ciudadanos, en tanto, no pueden reprochar solo las actitudes ajenas y encubrir las propias, ni aplicar indulgencia a sus cercanos y severidad al resto. La ética se hace hábito en lo cotidiano: en el pago del transporte público, en el uso correcto de una licencia médica o en el cumplimiento de las obligaciones tributarias. A su vez, los colegios, institutos y universidades tienen un rol principal en la transmisión de valores cívicos y la formación de ciudadanos que sean conscientes de su rol fiscalizador y del valor de la responsabilidad pública, es decir, personas con fortaleza moral que actúen con rectitud y, a la vez, fiscalicen y exijan rendición de cuentas.
La integridad, en consecuencia, se edifica colectivamente con instituciones sólidas, empresas responsables, medios vigilantes y una sociedad civil informada y activa. Sin duda este cambio exige coraje para desafiar intereses corporativos y conductas fuertemente arraigadas, pero también ofrece la oportunidad de restaurar el sentido noble de lo público y demostrar que la democracia no está condenada al descrédito.
Chile no puede claudicar ante la corrupción ni habituarse a la desconfianza. Cultivar una ética pública no es una aspiración idealista, sino una condición indispensable para revitalizar la legitimidad democrática y proyectar un futuro compartido. Y el ejemplo, para ser creíble, debe provenir desde La Moneda.
Jorge Jaraquemada es director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán