La defensa de la democracia liberal requiere convicción y tenacidad. Supone resistir la tentación de los atajos autoritarios y reivindicar el valor de los acuerdos, del pluralismo y de las instituciones, aunque sean lentas e imperfectas, y contar con una ciudadanía menos crédula ante discursos que ofrecen soluciones inmediatas a problemas complejos.
América Latina vuelve a girar en torno al viejo hechizo del caudillo. Desde México hasta Argentina emergen líderes y movimientos que desafían las instituciones y socavan los cimientos de la democracia liberal. Bajo una retórica de acabar con las desigualdades o de imponer el orden, el fenómeno populista —sea de izquierda o derecha— comparte un mismo sustrato: la desconfianza hacia la democracia liberal y sus contrapesos.
Estos proyectos deletéreos se nutren del descontento con las élites, de la desigualdad persistente y de la frustración con gobiernos que prometieron progreso, pero legaron más burocracia y privilegios. En su narrativa la política deja de ser un espacio de acuerdos para transformarse en una lucha entre “honestos” y “corruptos”, o entre “patriotas” y “enemigos del pueblo”.
En esencia, el populismo es una crítica a la democracia liberal: desconfía de los partidos y de la diversidad propia de las sociedades abiertas, y cuestiona las reglas del juego, los contrapesos institucionales y los acuerdos básicos que sostienen el orden democrático. Su eficacia discursiva radica en simplificar lo complejo en un amasijo de consignas donde todos los problemas se explican por la existencia de un enemigo —inmigrantes, delincuentes, poderosos, privilegiados, etc.— y todas las soluciones pasan por erradicarlo.
El líder —sea que prometa orden con mano dura o el fin de los abusos— se presenta como el único intérprete del pueblo y desde esta auto investidura, una vez en el gobierno, busca concentrar el poder y diluir los controles. Entonces los parlamentos, los tribunales y los medios de comunicación dejan de ser mecanismos de mediación y de equilibrio para convertirse en obstáculos a la supuesta voluntad popular. Al poco tiempo, las democracias se vacían de contenido y sobreviven solo como rituales electorales.
La experiencia latinoamericana ofrece ejemplos elocuentes. En Venezuela, Chávez llegó a la presidencia invocando la redención de los pobres y terminó desmantelando la democracia; en Nicaragua, Ortega convirtió su revolución en una dinastía familiar; en México, López Obrador y Sheinbaum han debilitado los organismos autónomos de balance y politizado el sistema judicial; y en El Salvador, Bukele ha logrado un control casi total del Estado bajo el pretexto de combatir el crimen. Y la historia enseña que las democracias no mueren de un golpe, sino del desgaste constante de los frenos y equilibrios que garantizan la libertad.
Chile no es inmune. El populismo se insinuó con fuerza en el inopinado estallido social de 2019 cuando se instaló la idea de que la voz de la calle equivalía a la voluntad soberana del pueblo, y luego en los febriles llamados a refundar el país promoviendo una narrativa en que los partidos, el Congreso y las reglas constitucionales eran parte de una élite corrupta que debía ser desplazada. Y aún persiste en discursos que privilegian la emocionalidad sobre la racionalidad, la indignación sobre la deliberación y el caudillismo sobre la institucionalidad.
La defensa de la democracia liberal requiere convicción y tenacidad. Supone resistir la tentación de los atajos autoritarios y reivindicar el valor de los acuerdos, del pluralismo y de las instituciones, aunque sean lentas e imperfectas, y contar con una ciudadanía menos crédula ante discursos que ofrecen soluciones inmediatas a problemas complejos.
En tiempos de desencanto, la tentación de un poder que promete hacerlo todo —sin límites ni contrapesos— puede resultar seductora, pero su precio siempre será la libertad. Chile tiene la oportunidad de aprender de los errores de la región: la fortaleza institucional y el respeto irrestricto al Estado de Derecho son los mejores antídotos frente al retorno de los caudillos.
Jorge Jaraquemada es director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán