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Con un simple “buenas noches” y una sonrisa humilde, Jorge Mario Bergoglio se presentó al mundo como el Papa Francisco, iniciando un pontificado que rompería moldes, acercaría la Iglesia a los más olvidados y abriría las puertas a una nueva era de inclusión y compromiso social.
El mundo fue testigo de un momento histórico cuando, desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, se asomó por primera vez Jorge Mario Bergoglio para presentarse con un sencillo y desarmante “buenas noches”.
Así comenzaba el pontificado del primer papa jesuita, el primer latinoamericano y el primero no europeo en más de 1200 años: el Papa Francisco.
La elección de Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires, se produjo tras la sorpresiva y sin precedentes renuncia de Benedicto XVI, quien dejó su cargo en febrero de ese mismo año. La dimisión del papa alemán sacudió a la Iglesia, pero la llegada de Francisco marcó el inicio de una nueva etapa: más cercana, más austera y profundamente comprometida con los sectores más vulnerables.
Con 76 años al momento de su elección, Francisco —nacido el 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, hijo de inmigrantes italianos— venía con una trayectoria forjada entre las calles y periferias de la capital argentina. Formado como técnico químico, optó por el sacerdocio y en 1958 ingresó a la Compañía de Jesús, donde inició una vida de servicio que lo llevaría, décadas después, al trono de Pedro como el Papa número 266.
Desde sus primeros gestos como pontífice, rompió esquemas: rechazó vivir en el Palacio Apostólico y se instaló en la residencia de Santa Marta; renunció a muchos signos de poder y pompa litúrgica; e insistió en una Iglesia “en salida”, más abierta y menos encerrada en sí misma.
Francisco puso en el centro de su mensaje a los pobres, los migrantes, los marginados, y no temió tocar temas que durante siglos fueron considerados tabúes dentro del Vaticano: habló de la acogida a divorciados, del respeto a las personas homosexuales y del necesario protagonismo de la mujer en la vida eclesial. “Todos, todos, todos”, repitió como lema de inclusión, desafiando la resistencia de los sectores más conservadores.
Inspirado por San Francisco de Asís, eligió un nombre inédito entre los pontífices, reflejo de su vocación por una Iglesia pobre y para los pobres. Designó como cardenales a pastores de regiones remotas como Mongolia y Papúa Nueva Guinea, lavó los pies de presos, migrantes y personas transgénero, y pidió que el Vaticano fuera un espacio de acogida para quienes no tienen hogar.
Aquel 13 de marzo de 2013, el mundo no solo conoció a un nuevo Papa, sino que presenció el inicio de un pontificado profundamente transformador. Doce años después, el legado de Francisco sigue marcando el rumbo de una Iglesia en búsqueda de renovación, cercanía y justicia. Una Iglesia más abierta, pero también más desafiada por sus propios contrastes.
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