Por Mónica Rincón
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Fue un asesinato, no un crimen político; aunque se le haya querido dotar de justificación política. Tampoco fue un acto de resistencia heroica. El crimen contra Jaime Guzmán no admite justificación, como no lo admite ningún crimen.

Y en estos días en que esa historia se ha vuelto a conversar, han abundado los silencios cómodos y las medias tintas.

Hay dos peligros en ello, peligros que trascienden a Guzmán. Uno es decir que aunque estábamos en democracia, la calidad de ésta era cuestionable.

Es cierto, nuestra joven democracia era tremendamente imperfecta, feble y tenía el tutelaje de trabas constitucionales vergonzosas como los comandantes en jefe inamovibles o los senadores designados.

Pero siempre hay motivos reales como era entonces o excusas para buscar alternativas a los caminos que una democracia impone y no es la violencia la herramienta para perfeccionarla.

Ahí está el centro de la discusión, porque cuando relativizamos el valor de una democracia por sus fallos, se debilita la protección que nos da el estado de Derecho, entonces todos estamos potencialmente en riesgo.

El segundo peligro que han evidenciado las opiniones sobre el asesinato de Jaime Guzmán es decir directa e indirectamente “Guzmán se lo merecía”.

¿Fue el ideólogo y uno de los sustentos de una dictadura atroz? Sí. ¿Y? El riesgo es justamente clasificar según la calidad de las personas y de sus conductas si merecen o no el respeto a sus derechos.

Nadie tiene que “ganarse” sus derechos humanos, son irrenunciables y ni siquiera el hecho de no respetarlos en otros le da la facultad a un individuo, a un colectivo o a la sociedad de vulnerar la vida o integridad de otros ser humano. No hay causa que lo valga o valide. Ni Patria, ni Dios por encima de todo. La persona, las personas y su dignidad, sí.

Del lado del que cruza esa línea está la barbarie.

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