Por Mónica Rincón
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Lunes en el colegio evangélico Jahve Nisi, en la Región del Biobío. Un grupo de alumnos se reúne a orar y comienzan a moverse de manera atípica, a hablar en lo que algunos describen como otras lenguas y terminan desmayándose. Reunión de emergencia con los apoderados y la declaración del establecimiento de que se trata de una manifestación del Espíritu Santo.

Tengo un profundo respeto por las creencias de cada persona. La democracia implica también protección a la libertad de culto y de enseñanza. Pero toda libertad tiene límites.

Las autoridades del colegio dicen que los alumnos están bien, que los desmayos no tenían una connotación de problemas de salud, pero hasta donde sabemos, no se les ha hecho revisión médica de parte del establecimiento. Me parece un profundo error.

Porque más allá de que los directivos lo atribuyan al Espíritu Santo, lo que ellos y el Estado deben garantizar es que la causa de lo sucedido no sea patologías físicas o psicológicas, o que a raíz de esta actividad alguien haya sufrido un daño.

La directora se equivoca cuando justifica su inactividad en que ella y el personal del colegio son entendidos en materia espiritual. Eso pueden pensarlo como creyentes, pero como docentes tienen el deber de ponerse en todos los escenarios posibles.

Dicen estar preparando un protocolo para futuras “apariciones milagrosas” y la verdad es que dicho protocolo ya parece sesgado y limitado en sus efectos por el nombre que le dan y porque esta vez sólo llamaron a un pastor y no a personal médico.

El Seremi anunció que investigará, pero hay que poner atención a sus palabras cuando menciona que se trata de un colegio confesional. Eso no es relevante. Porque la libertad de culto o de enseñanza no pueden estar por sobre el cuidado irrestricto de las personas y ahí el Estado debe ser el primero en cautelar la integridad de todos, más aún si se trata de menores de edad.

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