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“Hay 2 clases de problemas: los que se resuelven solos y los que no tienen solución”, decía el presidente Barros Luco, y el gobierno anterior hacía recordar esa frase con su no política en el tema migratorio, una mezcla de buenismo y desconexión con la realidad.

El resultado fue que un creciente número de chilenos se sintió abandonado, con razón, por las autoridades. Porque es cierto que en el largo plazo y en promedio, la migración es beneficiosa, económica y culturalmente para las sociedades.

Pero también es claro que genera problemas y desafíos puntuales, sobre todo cuando se da en un breve período, como ha ocurrido en Chile: barrios que cambian abruptamente su composición, servicios sociales sobredemandados, y puestos laborales afectados por la competencia.

El nuevo gobierno captó esa sensación y ha tomado medidas como la visa a los haitianos y la regularización migratoria, pero también ha caído en el extremo opuesto: en la tentación de utilizar este tema para mostrar mano dura.

Así vimos al intendente de Valparaíso especulando sin ninguna base sobre bandas criminales extranjeras en el asesinato de un profesor. Y a las máximas autoridades del país desplegando puestas en escena mediáticas para expulsiones rutinarias de extranjeros .

Eso es jugar con fuego. Cuando sabemos que apenas el 0,1% de los inmigrantes está condenado en una cárcel, atizar sentimientos xenófobos nos puede explotar en la cara. Estos discursos dan alas a movimientos extremistas, estigmatizan y generan más desconfianza entre chilenos y extranjeros.

Todo lo contrario de lo que autoridades responsables deben hacer.

Los desafíos de la inmigración no se resuelven solos. Tampoco se solucionan con demagogia. Y ahí ambos gobiernos, por distintas razones, han quedado en deuda.

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