Por Fernando Paulsen

Las falacias lógicas son argumentos falsos o engañosos que se tratan de pasar como verdaderos. No necesariamente quien incurre en una falacia lógica es consciente de la distorsión que pretende transmitir. Muchas falacias lógicas se aprenden como si fueran refranes o proverbios clásicos; son repetidos por padres y madres a sus hijos, porque a ellos probablemente también se las enseñaron a temprana edad. Y, en el camino, no se hizo el ejercicio de reflexión básica, de si lo que se estaba diciendo tenía o no solidez argumental. Simplemente se repetía lo que se había escuchado siempre. Otros, por cierto, son absolutamente conscientes de que están entregando una explicación que parece lógica, para encubrir una acción que saben es irracional, inmoral, antiética o delictual.

Decir, por ejemplo, que “la codicia está en la naturaleza humana” parece lógico, siempre se ha escuchado. ¿Dónde está el problema? Lo mismo con esa frase tan aparentemente inofensiva de “cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo”. Pero si nos detenemos a explorar las frases -y si ellas se dijeran-, la primera, en un contexto de alguien que está cobrando precios exagerados, aprovechándose de la actual pandemia. Y la otra frase se señalara en el contexto de alguien que miente en una situación de trabajo para conservar su pega, lo que aparece -en ambos casos- es una justificación de la propia conducta, invocando que todos o una enorme mayoría haría exactamente lo mismo.

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A la anterior distorsión lógica se le llama “Efecto o Sesgo de falso consenso”. Se trata de una sobreestimación del grado en que otras personas apoyan lo que hacemos. Sicológicamente, se busca la justificación de los actos amparándose en la incomprobable y falaz (porque hay gente que no haría lo mismo) idea de que somos parte de una enorme mayoría que, puesta en la misma situación, se comportaría igual que nosotros. Lo que nos elimina o aminora cualquier posibilidad de culpa o remordimiento.

En un mundo donde la comunicación ha tenido un avance gigantesco, con miles de millones de personas conectadas a la noticia instantánea, a compartir las emociones de un partido internacional de fútbol en forma simultánea, conversando por redes sociales con personas que no han visto jamás y a las que se les cree más a que los referentes y autoridades  locales. En ese contexto de explosión comunicacional sabemos más rápidamente lo que está sucediendo, pero también por los mismos conductos circulan más mentiras y fake news. Y junto al modelo argumental clásico, de tomar en cuenta la evidencia disponible antes de sacar conclusiones, las falacias lógicas ofrecen un atajo mental, para decretar -sin necesidad de evidencia o con datos seleccionados a dedo- que nuestro comportamiento está justificado e incluso apoyado por millones que hacen lo mismo. Y esa conjetura, para muchos, ofrece la base de justificación suficiente para validar cualquiera cosa que hayamos hecho.

Además del Efecto del Falso Consenso ya mencionado, veamos algunas falacias lógicas -hay muchas, muchas más- de bastante frecuencia, para entender cómo están formadas y cómo operan.

1. Falacia del Argumento Condicionado

Voy a partir con esta, porque es la que más se repite en el periodismo. Y es justo empezar por  fallas de la propia casa. Me imagino, no sé si existe un momento inicial determinado para la primera vez que se utilizó, que la génesis de esta falacia tuvo que ver con alguna discusión sobre cuándo una información es lo suficientemente sólida para informarla como un hecho. La respuesta parece obvia: cuando la evidencia es incuestionable. Pero muchas veces tenemos una serie de indicios de que algo apunta en una dirección determinada, pero no  existe una certeza absoluta. No hay confesión, no está el texto que prueba lo sucedido, hay versiones contradictorias de lo ocurrido. El periodismo ha creado para estos casos un estándar de satisfacción mínima de la verdad periodística: en los manuales de estilo de muchos medios, si tres fuentes distintas, sin relación entre sí, repiten lo mismo, es que aquello que dicen debe ser verdad. Hay espacio para el error, las tres fuentes pudieron equivocarse, pero las probabilidades de que coincidan sin tener acuerdos entre ellas satisface los criterios de verdad periodística, y muchos medios serios publican lo ocurrido como un hecho, con tres fuentes de comprobación.

Sin embargo, se ha transformado en una mala costumbre pensar que si hay alguna información que parece concluir en una misma dirección, pero no hay tres fuentes distintas, ni ninguna prueba material de lo sucedido, la salida editorial es consignar lo ocurrido como un estado potencial. Así, la información que se consideraba “probablemente correcta” verá una redacción del siguiente tipo: “Un cuarto empresario,  Fulanito de Tal, esta vez del rubro minero, también habría violado la cuarentena en su helicóptero”. Si se tiene constancia del hecho, sobra el “habría”. Y si se cree que ese verbo condicional evita una querella por injurias y calumnias, porque no se afirma sino se establece una hipótesis, que el medio y el o la colega lo piensen de nuevo, porque la conjugación potencial no los va a proteger si la imputación se comprueba falsa.

El uso del verbo condicionado o potencial revela -en su lado positivo- una incapacidad del reporteo de llegar a la evidencia incuestionable de los hechos. En su lado negativo, como ha sucedido no pocas veces, puede revelar una disposición editorial a plantear en potencial algo que se sabe no es sólido, para salir primero y evitar un golpe de la competencia.

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2. Falacia ad Hominem

Una de las más comunes y de las más usadas. Muchas falacias tienen nombres en latín, como ésta, que significa “contra el hombre”, que es en realidad contra la persona con quien estoy discutiendo o citando. Se trata de apartarse del contenido que el otro argumenta y concentrarse exclusivamente en atacar características de su persona. Su aspecto físico (“¿cómo le vas a creer a alguien que se viste así?”); su biografía (“¿qué mas se  espera de alguien que heredó todo y nunca le ha trabajado un peso a nadie?”); su edad (“claro, quién no tiene esas ideas a esa edad; conversemos en tres décadas más, mejor”)

Que se desacredite la iniciativa, porque la propone alguien joven, quizás recién llegado a la política, es buscar sacar de la discusión la idea por la vía de cuestionar a quien la propuso.

Lo mismo ocurre cuando a alguien de mucha fortuna se le señala que por su vida de privilegios no puede entender, ni menos proponer medidas para enfrentar la pobreza. En política, por ejemplo, la capacidad que alguien tenga de proponer ideas respecto de una realidad que no es la propia es el estándar, no la excepción. No hay que ser o haber sido alcohólico o drogadicto, para entender los estragos de esas drogas y, por ende, proponer políticas públicas que las enfrenten. La discusión racional debiera ser sobre la proposición misma: si ataca el problema y cómo; cuanto cuesta implementarla; cómo se verifica su cumplimiento; a quiénes abarca y durante cuánto tiempo; si tiene letra chica que distorsione el espíritu del proyecto o no, etc.

Tengo un amigo tuitero, a quien estimo mucho, que se ha dedicado desde hace varios meses a considerar que la mejor manera de enfrentar a alguien que propone una idea contraria a la suya es mandarle un tuit abierto donde sólo se encarga de insultarlo o insultarla. Ninguna, pero ninguna, formulación de argumentos que rebatan lo que la otra persona propone. Simplemente, a lo que diga que no calce con su manera de ver las cosas, las respuestas son sobre su estupidez, problemas que seguramente tuvo de niño o niña, desviaciones ideológicas que los hacen hablar sin pensar. Jamás hay una referencia a lo que la otra persona propuso: sus ideas no existen, sólo existe la persona-punchingball- una metáfora de esa bolsa de ejercicios del boxeo, a la que solo se le pega y con la que jamás se dialoga.

3. La Falacia del Tirador Tejano

Cuenta la leyenda que, hace muchos años, en el estado de Texas, EE.UU., había un tirador tan, pero tan efectivo, que muchos juraban que nunca había errado un disparo. Todos sus tiros habían terminado, siempre, exactamente en el centro del blanco. No había nadie como él, su reputación hacía rato había salido de su pueblo y ya llegaba a otros estados. Sigue la leyenda que un reportero de una gran ciudad escuchó de este tirador y decidió ir a comprobarlo por sí mismo. Partió a Texas, llegó al pueblo del tirador y le indicaron como llegar a su rancho. Apenas entró por las puertas de la estancia, se percató que habían dos enormes graneros a un costado del camino, y que en las paredes de ambos habían varios blancos de tiro. Y que justo en el medio de todos los blancos había un inequívoco disparo, exactamente haciendo fama. “Impresionante”, pensó el reportero y se dispuso a entrevistarlo.

El diálogo, se cuenta, fue más o menos así:

—Reportero (R): “A juzgar por lo que he visto, parece que es cierto que usted es muy certero”.

Tirador Tejano (TT): “Nunca he fallado un disparo. Siempre he dado en el blanco”.

—R: “¿Practica mucho?”

—TT: “Nunca he practicado”

—R: “Pero, ¿cómo explica, entonces, que no haya fallado jamás?

—TT: “Es que tengo un método que me hace ser infalible”.

—R: “¿Y en qué consiste ese método?

—TT: “Simple. Hago el disparo primero y luego dibujo el blanco alrededor del hoyo de la bala”.

Esta falacia consiste en seleccionar y acomodar algunos elementos presentes en la realidad, para que calcen con las afirmaciones que se hagan. Se usan muchos ejemplos esotéricos, como ese de la persona que soñaba con el número 23. Todas las noches, el numero 23. Y partió al casino, se fue directo a la ruleta y apostó toda la plata que llevaba al 23. Tiraron la bolita y sale el 5. El hombre pierde todo.

Pero a la salida del casino iba feliz y pensaba: “No interpreté bien el mensaje, era 2+3=5. Mi premonición era correcta”.

Hace algunos meses, el presidente Piñera llevaba ya cuatro veces señalando que el estallido social había sido gatillado por extranjeros a través de redes sociales y, fuera de sus palabras, no había evidencia. Hasta que una empresa española decidió dibujar el blanco en torno a las palabras del Presidente y ofreció vender un informe que, seleccionando redes sociales y escogiendo mensajes de aquí y de allá, proveía una plataforma mínima para que se pudiera decir que el mandatario chileno había dado en el blanco. Aún así, el informe fue insuficiente para el Ministerio Público.

4. El sesgo de confirmación

 

Esta es una conducta que tiende a favorecer, buscar, procesar y recordar mayoritariamente aquello que confirma o refuerza las ideas y creencias que cada uno ya tiene. Se basa en la selectividad: para atender ciertas informaciones y eventos y otros no; para percibir mejor ciertos datos o sucesos antes que otros; para recordar determinados hechos, mientras se borran de la memoria muchos otros.

Los tres puntos anteriores, la atención selectiva, la percepción selectiva y la memoria selectiva son sesgos en su propio mérito. La relación con el sesgo de confirmación es que en esas tres conductas el ejercicio que se hace es atender, percibir y recordar de forma preferente todo aquello que concuerde con la creencias y visiones de mundo que tenemos. Las demás se atienden poco, se perciben menos y se olvidan más rápido.

El sicólogo estadounidense, Gordon Allport, considerado uno de los padres del estudio de la personalidad, acuñó una frase para la historia: “Prejuicio es estar absolutamente seguro de una cosa que no se sabe”. Lo cierto, la verdad, en ocasiones puede ser irrelevante ante el empuje demoledor de la convicción propia. Y la protección de esa convicción hace que ajustemos selectivamente la información que recibimos para que no la contradigan y, al contrario, la refuercen.

En el área política el sesgo de confirmación campea. Personas de todo signo tienden mayormente a exponerse, entender-procesar, y recordar mejor aquello que coincida con lo que ya piensan. Y, simultáneamente, descartan, desechan o menosprecian evidencia que se contrapone a sus ideas y prejuicios.

Una persona con sesgo de confirmación leerá mucho más frecuentemente los medios de comunicación y las columnas de opinión que concuerden con su postura ideológica; interpretará las noticias de acuerdo a su forma de percibir el mundo; recordará más fácilmente los hitos notables de su partido o sector y los hitos vergonzosos de sus rivales, y se juntará mucho más con personas que concuerden con sus mismas ideas.

De esta forma, la selectividad que el sesgo conlleva proteger a la persona de información y evidencia que amenace sus convicciones y prejuicios.

Muchas empresas modernas e incluso varios gobiernos,  para evitar el potencial sesgo de confirmación, han incluido dentro de su directorio  o en el Ejecutivo a alguien que haga el rol de abogado del diablo, y que en las institucionalidades oficiales se conoce como Ombudsman, defensor del pueblo. Que no se contenta con todas las explicaciones clásicas de los dueños, el gerente o las autoridades públicas, sino que cuestiona sus premisas, fuerza a objetivar lo que se informa y a advertir errores que anteriormente tendían a minimizarse.

Una función similar, para evitar el sesgo de confirmación en el trabajo de muchos medios de prensa escrita, fue la creación de un cargo denominado Defensor del Lector, que tiene como misión revisar, valorar y responder a  las críticas del público al trabajo del medio. Conscientes de que la inercia de la complacencia tendía a responder al público con un ejercicio de sesgo de confirmación: “este medio mantiene sus dichos y el proceder profesional efectuado”, el Defensor del Lector debe forzar la atención a aquello que los lectores critican, investigar al respecto y responderles.

5. Disonancia Cognitiva

Para terminar, Leon Festinger.

Sicólogo social estadounidense, Festinger propuso en 1957 lo que denominó la Teoría de la Disonancia Cognitiva. En términos simples, Festinger le puso nombre a un hecho que operaba dentro de nuestras mentes: ¿cómo hacemos para resolver la contradicción entre pensar de una manera y comportarnos de manera opuesta? El caso clásico, citado siempre, es el del fumador. Esa persona que valora su salud y quiere mantenerse apto por muchos años, pero sabe que los cigarrillos que fuma atentan contra su salud, facilitan el cáncer, generan problemas respiratorios y reducen la capacidad atlética del organismo.

Al ruido interno que provocan ese pensamiento y esa conducta, incoherentes y simultáneos, Festinger llamó Disonancia. Y le agregó que era cognitiva, porque se trataba de una función de procesamiento de información de acuerdo al conocimiento derivado de la experiencia y el aprendizaje. Aquí vuelven a aparecer los conceptos de atención, percepción y memoria, que forman parte también del sistema cognitivo.

Festinger planteó que el ser humano no tolera la disonancia que le produce cargar con convicciones, actitudes o conductas que se contradicen. Y hará todo lo posible por disminuir esa incomodidad mental. Lo interesante es que la forma más frecuente de resolver esta tensión interna es a través de un concepto denominado autojustificación.

El fumador justificará su acción apelando a que su abuelo fumó toda la vida y murió a los 92 años. O a que la vida es corta y lo vivido, lo comido y lo fumado no te lo quita nadie. O señalará que sólo fuma socialmente, nunca cuando está solo, a pesar de no ser cierto, autoengañándose y creyéndose el engaño. También se reduce la disonancia cognitiva no exponiéndose a información que atente contra aquello en lo que cree o aquello que practica. El fumador evitará leer información científica sobre los perjuicios del cigarrillo, por ejemplo. O pondrá la cajetilla en un estuche que le evite ver las advertencias en sus costados, cada vez que saca un cigarro.

Desde el punto de vista social y político, el valor de la Disonancia Cognitiva es que explica por qué cuesta tanto aceptar que se cometieron errores.

Un fascinante libro, que desgraciadamente parece no está en castellano, trata directamente sobre este tema, desde la Disonancia Cognitiva. Se llama: “Se cometieron errores, pero yo no fui” (Mistakes were made but not by me), de los sicólogos sociales estadounidenses, Carol Tavris y Elliot Aronson.

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Ambos en su libro analizan -además de muchos otros casos- a uno de los presidentes estadounidenses que consideran un maestro de la autojustificación, Lyndon Johnson. Y señalan que tenía “una fantástica capacidad de persuadirse a sí mismo de que la verdad que él había planteado era la verdad, y si había algo que chocaba con ese predicamento era obra de enemigos”. No cambiar de rumbo, incluso cuando la evidencia en contrario estaba a la vista, para él, era señal de coherencia y liderazgo. Y Johnson insistía en su camino, dicen los autores, para evitar enfrentar la ansiedad, la disonancia que podía incluir cambiar de opinión.

En una frase, anticipándose 13 años a Donald Trump, los autores señalan lo que puede ser la explicación del comportamiento más polémico y escandaloso del momento: “Cuando un presidente justifica sus acciones sólo ante su conciudadanos, puede verse inducido a cambiarlas si fuera necesario. Un presidente que sólo justifica sus acciones ante sí mismo, creyendo que sólo él sabe la verdad, se hace impermeable a la auto-corrección”.

A veces se ilustra la Disonancia Cognitiva con las figuras acechantes del diablito y el angelito, los dos cohabitando dentro de una misma cabeza. Donde uno empuja en una dirección y el otro a la opuesta, donde uno representa la conducta que conviene o gusta y el otro los principios y valores que lo identifican y que contradicen esa conducta.

Según Festinger, un porcentaje muy alto de personas se convence que la conducta que desea es compatible con sus ideas o está justificado violarlas. Así, la Disonancia Cognitiva se transforma en la base principal del autoengaño, que no puede reconocer errores, al estar convencido que está haciendo lo correcto.

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