Columna de Javier Sajuria: El espejismo de los partidos en el Congreso

Por Javier Sajuria

12.12.2025 / 12:30

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A vísperas de la segunda vuelta, parte importante del debate público vuelve a centrarse en la distribución de fuerzas dentro del Congreso. Los mapas de colores, los cálculos de mayorías y las proyecciones de gobernabilidad suelen tomar como unidad básica al partido político, como si estos fueran bloques cohesivos que actúan de manera coordinada. Sin embargo, mirar únicamente la bancada formal que obtiene cada colectividad es engañoso. Es un análisis que ignora dos dinámicas que se han vuelto estructurales en el sistema político chileno. Primero, la incapacidad de los partidos para evitar la fragmentación postelectoral, en particular cuando parlamentarios renuncian o se trasladan a nuevas tiendas que surgen a mitad del camino. Y segundo, la debilidad de la disciplina interna, que hace que incluso aquellos legisladores que permanecen dentro de un partido voten de forma poco predecible y rara vez alineada con una estrategia colectiva.

El ejemplo más evidente del primer fenómeno es el del Partido de la Gente. En 2021 logró instalar una bancada inesperadamente grande, con 6 diputados, capitalizando el malestar y la desafección de un electorado cansado de la política tradicional. Sin embargo, ese éxito no se tradujo en estabilidad organizacional. Poco a poco los diputados electos por el PDG comenzaron a abandonar el partido. Algunos se declararon independientes, otros buscaron nuevos proyectos políticos y varios terminaron en colectividades emergentes o efímeras. El punto más crítico llegó en 2024, cuando el PDG se quedó sin representación parlamentaria. Había ganado seis escaños, pero perdió seis diputados por el camino.

La paradoja es que en la elección de 2025 el partido volverá a tener una representación considerable. El mecanismo es simple pero revelador. No es que el PDG haya construido una estructura sólida que lo haya llevado nuevamente al Congreso. Más bien, es el resultado de un sistema electoral que permite reorganizar las lealtades antes de la elección. La llegada de Pamela Jiles al PDG es un buen ejemplo. Electa inicialmente por el Partido Humanista, luego enfrentada a su propia orgánica, terminó en un partido al que nunca perteneció durante el periodo legislativo anterior. Eso no es inusual. En Chile se ha vuelto normal que los parlamentarios busquen una nueva etiqueta antes de competir, ojalá antes del año que exige la ley antidíscolos. Los partidos se convierten en vehículos electorales, capaces de inflarse y desinflarse según la coyuntura. Es un síntoma de un sistema donde las instituciones partidarias no logran arraigar identidades programáticas ni compromisos duraderos.

El segundo problema es incluso más complejo. Aun cuando los parlamentarios permanecen dentro de un partido, la coordinación interna suele ser débil. No existen órdenes de partido en el sentido clásico. La disciplina legislativa, que en otros sistemas permite a los gobiernos construir coaliciones estables, en Chile (y en América Latina) es frágil. Los partidos tienen escasa capacidad para asegurar cohesión y alinear a sus representantes en temas estratégicos. Esto no es solamente una cuestión de estilos o de liderazgo. Es el reflejo de una estructura organizacional donde la dirigencia partidaria tiene poca fuerza para exigir coherencia, y donde los incentivos del sistema electoral empujan a los candidatos a privilegiar su marca personal por sobre la marca colectiva.

El efecto práctico de esta debilidad es claro. Los gobiernos deben negociar cada voto de manera individual. La gobernabilidad descansa sobre un trabajo constante de persuasión. No hay garantías de que un partido con catorce diputados aportará catorce votos a una iniciativa, ni de que un acuerdo programático firmado antes de una elección tendrá traducción legislativa. La política chilena funciona en modo pirquineo, donde el Ejecutivo debe ir cavando veta por veta para juntar las mayorías necesarias. Esto genera incertidumbre, ralentiza las reformas y dificulta incluso las políticas públicas más básicas. Un sistema político donde cada votación se transforma en una negociación ad hoc no es un sistema que pueda sostener proyectos de largo plazo.

Este no es un problema exclusivo de un sector. Desde la izquierda a la derecha, la falta de cohesión interna se reproduce independientemente del tamaño o la tradición. Si los partidos no actúan como unidades mínimas de coordinación, las coaliciones tampoco logran convertirse en plataformas estables. Si cada parlamentario opera en función de incentivos individuales, la capacidad de proyectar gobernabilidad futura se reduce drásticamente.

Se requieren mecanismos institucionales que devuelvan incentivos a la coherencia y que fortalezcan a las organizaciones partidarias. Parte de ese trabajo pasa por reformas al sistema electoral para fomentar proyectos colectivos sobre los individualismos, la otra parte recae en reformas internas a los partidos, que deben profesionalizarse, mejorar sus procesos de selección de candidatos y hacer más exigentes sus mecanismos de rendición de cuentas. La propuesta de reforma al sistema político que discute el gobierno va en esa línea y abre un espacio para abordar el problema con una mirada más estructural.

Fortalecer partidos implica tensar las reglas del juego, restringir la movilidad parlamentaria y exigir mayor coherencia en un contexto donde la autonomía individual ha sido la norma. Pero es necesario. Sin partidos capaces de coordinar, disciplinar y sostener proyectos colectivos, el Congreso seguirá exhibiendo la misma volatilidad que hoy dificulta la gobernabilidad. Las elecciones de este año modificaron la distribución de escaños, pero mientras no se aborden estos problemas de fondo, el mapa político seguirá siendo un espejismo. Los colores cambiarán, pero la falta de disciplina se mantendrá.


Javier Sajuria es director académico de Candidaturas Chile, iniciativa de Azerta y Unholster