Por Mónica Rincón
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“Apartheid de género”. Así han descrito varios analistas lo que el Talibán instauró entre 1996 y 2001 en Afganistán y que podría estarse incubando nuevamente.

Se teme que, cuando las cámaras disminuyan, se concrete la retirada y el dominio territorial sea total, la represión lo será también. Porque los hechos, según la ONU, Human Rights Watch y Amnistía Internacional, empiezan ya a desmentir las promesas de los actuales dominadores.

Prisioneras en sus casas, las afganas, más que ser salvadas, necesitan ser escuchadas y apoyadas en sus luchas. No en el antes y después de los fundamentalistas, cuando muchos las usaron de pretexto para ocupar militarmente el país cuando lo que en verdad, reconocen, les importaba, era el terrorismo que ahí se estaba albergando.

Una sola mujer viviendo esta y otras angustias, debería constituir razón suficiente para que la indiferencia no sea opción. Pero la realidad es otra, la realidad es que la apertura de Afganistán a principios de siglo, retrocedió con la invasión soviética y, después, con la llegada de los muyahidines apoyados por Estados Unidos.

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Las mujeres aprendieron que podían ser invisibles para la comunidad internacional incluso sin burka, esa que luego los Talibán las obligaron a usar.

Les quedó claro, de nuevo, que no importaban cuando los fundamentalistas cayeron y el presidente Ghani, apoyado por Occidente, aprobó un código de conducta según el cual ellas no podían viajar sin un hombre y en el cual se validaba la violencia intrafamiliar. El mundo, entonces, no se enteró o miró hacia al lado.

Hoy son sus luchas las que hay que apoyar frente a los Talibán; sus miedos, no nuestros prejuicios. Las afganas no son niñas que necesitan ser rescatadas, son mujeres que exigen ser respetadas.

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