Por Mónica Rincón
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Dejar el rojo y negro de la revolución sandinista por el rosado idea de su esposa Rosario Murillo cuando retornó al poder el 2017.

Se revistió de rosa el comienzo del desmantelamiento del sistema democrático cooptando los órganos más relevantes de poder, dictando leyes que acallaban la prensa disidente, comprando canales de televisión, pactando la complicidad de buena parte de los grandes empresarios.

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Daniel Ortega fue líder de una revolución que sacó en el pasado a la familia de tres dictadores Somoza, pero ya no hay razón para mirarlo con respeto.

Porque las grandes luchas del pasado no pueden ser carta blanca, impunidad o silencio frente a la represión, torturas y manipulación de las instituciones para perpetuarse en el poder.

Tras la rebelión del 2018, que fue aplastada por Ortega y Murillo, el miedo es la norma. 100 mil exiliados en Costa Rica, 50 mil en otros países.

En Nicaragua, la segunda nación más pobre de América Latina, entre el 4 y el 26 de junio han sido detenidos 21 líderes opositores, entre ellos -qué curioso- cinco precandidatos presidenciales para las elecciones de noviembre, como por ejemplo, la mejor posicionada Cristiana Chamorro.

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Los acusan de lo que sea necesario ante tribunales oficialistas e incluyen hasta a héroes de la revolución sandinista, como Dora María Téllez, en esta persecución.

Triste que ese grito de protesta se haya hecho realidad: “Ortega y Somoza son las misma cosa”. Con grandes diferencias de tiempo y origen, iguales en lo central: dictadores.

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