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Por primera vez en la historia de la democracia norteamericana, un presidente enfrenta por segunda vez un juicio político. A una semana de haber vivido la escena más violenta que se recuerde en el Capitolio, la Cámara de Representantes aprobó con 10 votos republicanos el segundo impeachment contra Donald Trump, esta vez por incitación a la insurrección.

Una prueba de que por más extrema que aparezca la posición de la máxima autoridad de gobierno, hay un poder en Estados Unidos que puede hacerle el contrapeso.

Veamos sólo lo que ocurrió después de las elecciones. Durante noviembre los tribunales electorales rechazaron dar resultados que no se habían obtenido; la Corte Suprema (de mayoría republicana) descartó que hubiera habido cualquier fraude electoral; y el encargado de Georgia, del mismo partido del presidente, tampoco se prestó para buscar los 11.780 votos que Trump le pedía “encontrar” y lo trató directamente de mentiroso.

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Por si a cualquiera le cabía alguna duda, el Estado Mayor declaró que la tarea de los militares no es otra que defender la Constitución y el vicepresidente Mike Pence, por más servil que haya sido durante cuatro años, se negó a dejar de ratificar el triunfo de Joe Biden el pasado 6 de enero en el Capitolio.

Todas, pruebas de que las instituciones funcionan, que la decencia sigue siendo un valor, que hay acciones intolerables y que Estados Unidos todavía tiene anticuerpos para combatirlas.

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