Por Javiera Bellolio
Publicado por lsandoval

Hace un mes, el filósofo británico Liam Kofi Bright –quien no es precisamente conservador– escribía que, habiendo sido moderadamente abierto a la eutanasia, el caso de Canadá le parecía estar dando masivamente la razón a los más escépticos. A través de su cuenta de Twitter, hizo alusión a una noticia sobre cómo en Canadá podrían recurrir a la eutanasia como una “solución” a la pobreza insostenible.

Sería importante tener presente este punto sobre todo si se considera la urgencia introducida por el Gobierno del presidente Boric, el pasado 19 de octubre, de darle discusión inmediata al proyecto de ley denominado “sobre muerte digna y cuidados paliativos”.

Actualmente dicho proyecto se encuentra en su segundo trámite constitucional, y deberá ser visto en el Senado. La iniciativa busca despenalizar -o en la práctica legalizar- la eutanasia y el suicidio médicamente asistido. En línea con lo anterior, el título de la iniciativa no solo resulta ambiguo —pues sugiere que eutanasia es sinónimo de muerte digna—, sino que además da a entender un nuevo reconocimiento a los cuidados paliativos, en circunstancias que su acceso universal ya está garantizado en otra ley que entró en vigor en marzo de este año.

En lo que respecta a una eventual ley de eutanasia, surge la pregunta sobre si sus impulsores y adherentes consideran que, con el propósito de evitar los dolores y sufrimientos, los chilenos “ganaríamos” un “derecho a morir”.

Sin embargo, la discusión es mucho más compleja. ¿Qué ocurrirá, por ejemplo, con las personas que han perdido autonomía, calidad de vida o, que se han convertido en una carga emocional o económica para sus familiares, perdiendo “valor social”? ¿Quién tomará la decisión de terminar con la vida? ¿El médico(a), la familia, el Estado? Como consecuencia práctica, humanamente inevitable, ¿no se abriría la posibilidad de la eutanasia no solicitada por el paciente, por parte de terceros? Si llegan a la convicción de que las personas han perdido toda calidad de vida y “valor social”, ¿no sería un acto compasivo de su parte ayudarlos a morir? Los defensores de proyectos como este parecen obligados a saltar entre “autonomía” y “compasión” según el interlocutor y la situación que tengan por delante.

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Un tema menos abordado es el impacto social que genera la eutanasia, por ejemplo, en la relación médico-paciente. ¿No podría perderse un valioso rasgo de la cultura sanitaria nacional, que encuentra sus orígenes en la antigüedad clásica y es parte del juramento hipocrático? “No daré a ninguno una droga mortal, aunque me lo pida, ni mostraré el camino de tal designio”.

Suprimir esta norma, ¿no representa un giro radical respecto de lo que se considera el rol del profesional de la salud? Si los profesionales de este ámbito adquieren el derecho legal de poner fin a la vida de sus pacientes, y considerando las severas deficiencias en los controles de gestión de los servicios de salud, ¿es realista suponer que la eventual ley de eutanasia será bien fiscalizada?

Ilustremos lo problemático de la situación con algunos datos empíricos. Uno de los primeros en despenalizar la eutanasia y el suicidio médicamente asistido fueron los Países Bajos (2002). Parte de la experiencia que han vivido está recogida en los resultados anuales de los Comités Regionales para la comprobación de la eutanasia (RTE), que publican un detallado informe de esta práctica en su país.

El último informe, señala que el número de casos notificados de eutanasia (7.666) aumentó en 2021 un 10,5% con respecto al año anterior. Este constituye también un porcentaje más elevado de la cifra total de fallecimientos (170.839): el 4,5 % frente al 4,1 % en 2020. El informe concluye que el aumento es relativamente mayor, por causas que aún se investigan.

Asimismo, resulta preocupante la paulatina ampliación de causales en este país. La admisión legal del concepto de sufrimiento psicológico permitió extender esta práctica a pacientes psiquiátricos, con demencia y ancianos con pluripatología, y también a otras causales consideradas “atípicas” como discapacidad cognitiva, alcoholismo, drogadicción o por solidaridad conyugal (16 parejas según el informe de la RTE). Este tema ha sido motivo de debate. Están aquellos que defienden el argumento de la “pendiente resbaladiza”, y los que consideran que es una exageración.

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Muy resumidamente, lo que se discute es si las leyes relativas a la eutanasia o al suicidio médicamente asistido van creando -o no-, las condiciones para una progresiva ampliación de las causales, lo que en la práctica deriva en la aceptación de situaciones que no estaban contempladas inicialmente por el legislador. Sin ánimo de entrar en la discusión, al menos en un plano puramente empírico, las cifras parecen darle la razón a quienes defienden el argumento de la pendiente resbaladiza. Por tanto, debiésemos tener presente dónde pueden terminar este tipo de proyectos (aquí nos remitimos también al caso de Canadá).

La respuesta adecuada o compasiva para tratar a las personas que se encuentran en etapa de fin de vida o que solicitan la eutanasia, no parece ser poner fin al dolor poniendo fin a su vida. Una alternativa que ha sido capaz de dotar de humanidad a la propia muerte, y que ha ido cobrando cada vez más fuerza en la sociedad, es el desarrollo de los cuidados paliativos.

Su enfoque es mejorar la calidad de vida de los pacientes y sus familias que enfrentan problemas asociados con enfermedades potencialmente mortales. Entre sus objetivos, se hace hincapié en la importancia del manejo integral de síntomas, al acompañamiento de las familias y a la aceptación de la muerte como una realidad natural. Los cuidados paliativos no buscan adelantar ni retrasar la muerte.

En Chile la Ley 21.375, que consagra los cuidados paliativos y los derechos de las personas que padecen enfermedades terminales o graves, hace extensiva la provisión de cuidados paliativos a aquellos pacientes con patologías crónicas avanzadas no oncológicas. La implementación de un sistema de cuidados paliativos universal, con un adecuado financiamiento para contar con medicamentos para el control de síntomas, formación de estudiantes del área de la salud, entrega de información, promoción de la investigación, integración de los cuidados paliativos en las políticas sanitarias, otorgarle facilidades a familiares y cuidadores, sí es un tema prioritario. De lo contrario, si no hay una posibilidad real de acceder a cuidados paliativos ¿hay libertad frente a una ley de eutanasia?

Una sociedad como la nuestra, que se abre a la eutanasia, podría perder todo incentivo para progresar en cuidados paliativos. Esto es cosa de realismo elemental, y hay que tenerlo presente cuando se fijan las urgencias.

Llama la atención por tanto que, habiendo tantas otras necesidades sociales -en materia de seguridad pública, salud, pensiones-, legislar sobre la eutanasia resulte prioritario para este gobierno. Lo que está claro, es que replicar la “solución” de la pobreza evaluada por Canadá resulta a todas luces inconcebible.

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