Por Cristián Castro
Agencia Uno

Quizás la principal característica del debate en torno a la Convención Constituyente y la producción de un borrador para una nueva Constitución, es el hecho que ha sido una discusión eminentemente histórica. Esto me parece particularmente interesante en un país que ha venido bajando y parcelando – de forma sistemática – las horas dedicadas al estudio de la disciplina en el currículo escolar desde hace más de una década.

Sin embargo, a pesar de esta pulsión obliterante de nuestra élite, todo indica que la historia nos sigue moldeando, y que nuestro juicio sobre el pasado condiciona nuestra mirada sobre el presente y nuestras esperanzas con respecto a nuestro futuro. Por esta razón, resulta casi poético percatarse que a pesar de que parte importante de la élite intelectual se ha sentido mucho más cómoda, sorteando la crisis política-social atrincherada entre las verdades perennes que ofrece la filosofía; la historia se sigue escurriendo en el debate constituyente y de múltiples formas, resiliente, como negándose a ser minimizada desde el mismísimo Ministerio de Educación.

Lee tambiénPlebiscito de salida obligatorio: Servel publicará locales de votación y nómina de vocales el 13 de agosto

Una forma sencilla de demostrar este rol central de la historia en sociedades como la nuestra, es relevar algunas de las múltiples caras que esta adquiere en nuestra cultura, cumpliendo así un rol clave en la autoimagen que nos hemos construido como nación (hasta ahora). Al revisar las diferentes comisiones de la constituyente es fácil advertir cómo las distintas interpretaciones de la historia reciente de nuestro país instalaron el tono de la conversación. En muchos casos, el juicio histórico podía incluso remontarse al periodo colonial. La historia inundó el debate; muchas veces para bien, y otras, revelando la profundidad del daño que han hecho ciertas nociones pseudo-históricas que también forman parte de nuestros repertorios culturales.

Tal es el caso del denominado excepcionalismo histórico (en este caso chileno), el cual ha sido usado (y lo sigue siendo) para justificar diferentes agendas en distintas latitudes, y que lamentablemente hemos ido reproduciendo generación tras generación. Ya en tiempos coloniales, la capitanía general ofrecía características particulares que permitieron construir narrativas diferenciadoras al resto del continente. Cordillera, desierto y mar afianzarían ese supuesto, y distintivo, carácter nacional insular que sería amalgamado en el siglo XIX y desde entonces usado y abusado discursivamente.

Durante el siglo XX se construyó la idea que el golpe de estado de 1973 interrumpió una larga tradición republicana, única en América Latina, sin embargo, historiadores como Gabriel Salazar han desarmado ese falso relato histórico identificado al menos 23 matanzas desde 1820 hasta la dictadura de Augusto Pinochet. Más recientemente, durante los sucesos del 2019, y ante una crisis que no tenía precedentes para muchas de las nuevas generaciones, afloraron nuevas formas de excepcionalismo, pero esta vez en su versión noventera: los nostálgicos de aquel jaguar latinoamericano excepcional que sirvió de telón de fondo para la construcción del mito de una suerte de gilded age concertacionista. Aquellos “famosos 30 años”, como dijo el presidente Gabriel Boric, son el principal insumo que ha utilizado parte nuestra actual clase política para nuevamente construir un discurso de haber sido, a diferencia de otras élites del vecindario, menos corruptos, y los mejores alumnos del FMI y el Banco Mundial dentro de América Latina.

Agencia Uno

Y finalmente, imposible no hacer una mención especial a la manera más deleznable de excepcionalismo histórico chileno, y lamentablemente, la más recurrente este último tiempo: la idea de la existencia de una nación chilena distinta a la del resto de Latinoamérica por particularidades de nuestra mezcla étnica, mestiza si, pero por ningún motivo negra. Esa noción de origen colonial, y que sustenta en base a una supuesta jerarquía de razas, sigue siendo transversal en nuestra sociedad y coexiste con el llamado racismo científico de origen decimonónico, sumado a las nuevas formas de racismo cultural que emergieron durante el siglo XX.

Gran parte de la molestia que despierta la instalación de la plurinacionalidad como concepto tiene directa relación con una naturalización de nuestro orden colonial racista que se niega a morir, y que es fácilmente observable en el trato que se ha tenido para con los representantes de los pueblos originarios en la Convención, o la exclusión de los afrodescendientes de los escaños reservados de CC a pesar de tener fuentes históricas que demuestran que habitaron lo que actualmente conocemos como Chile desde el siglo XVI. La mera idea de romper con esa entelequia discursiva aglutinadora decimonónica de nación homogénea deja, al parecer, a muchos suspendidos en el aire, sin certezas heredadas ni heredables, con la angustia de tener que compartir los privilegios de siempre.

A diferencia de lo que expresan algunos, el proceso constituyente que hemos recorrido como país – producto de la crisis sociopolítica del 2019 – no ha sido ni caótico ni una mera réplica de experiencias latinoamericanas recientes. El proceso constituyente también nos está permitiendo delinear nuevas bases para el desarrollo del país, y con ello, repensar nuestras narrativas aglutinadoras.

Lee también¿Cuándo y sobre qué será la interpelación al ministro de Educación?

Reemplazar una Constitución que se plebiscitó con una pistola sobre la mesa, como la de 1980, con la primera constitución realizada por una convención con paridad de género, es un hecho histórico que promueve un cambio constitucional inclusivo. El borrador de la nueva constitución ofrece, sin duda, un mejor modo de hacernos cargo de nuestra realidad a partir de un Estado que se define como plurinacional, intercultural, regional y ecológico, como quedó estampado en el artículo uno. El nuevo texto es histórico no solo porque las condiciones en las que se genera lo convierten en tal, sino que también porque es un texto que se hace cargo de nuestra historia en sus distintas dimensiones.

En ese sentido, la Convención también nos da una lección, pues entiende mejor que nadie que los cambios que Chile requiere necesitan de legitimidad, y para eso la historia es la clave. Esperemos que las nuevas autoridades, a diferencia de las anteriores, entiendan el rol ciudadano de la enseñanza de la historia en nuestras escuelas, liceos y colegios; no solo como una herramienta clave en desarrollo del pensamiento crítico que permite evitar caer en repetir narrativas pseudo-históricas como las usadas en la construcción de esa diferentes caras del excepcionalismo chileno; sino también como una herramienta clave para fomentar el diálogo en la sociedad intercultural que queremos construir. La mejor forma de recomponer nuestro tejido social pasa por invertir en este tipo de cambios de largo plazo en el sistema educativo, y a partir de ellos instalar una democracia más sustantiva, paritaria y participativa.

Tags:

Deja tu comentario