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Estamos a pocos meses de celebrar ya cuatro años del estallido social, una fecha que para muchos ha ido cayendo en el olvido, donde ya no resuenan las viejas consignas y que probablemente recordamos más por los hechos de violencia.

Pero como siempre me gusta recordar, hay que distinguir al que puso un fósforo de la razón por la cual ardió toda la pradera.

Es verdad que entre medio tuvimos crisis económica y pandemia, pero lo cierto es que este país no está mejor que hace cuatro años. No está mejor en lo económico, no está mejor en lo político y no está mejor en lo social.

Todo esto se agrava por esta sensación de empate, de que no pasa nada, de una clase política que está anulada y que no levanta la cabeza más allá del metro cuadrado que tiene delante de las rodillas.

A la clase política se le han dado muchas oportunidades. Nos farreamos la anterior Convención, estamos a punto de fracasar con el actual Consejo y no nos podemos dar el lujo de no satisfacer las demandas ciudadanas más importantes como son el tema pensiones, salud o seguridad, no por miedo a otro estallido, no solamente para no dar gobernabilidad a quienes van a estar en La Moneda en dos años y medio más, sino porque en mi juicio está en juego una cuestión fundamental y que tiene que ver con la valoración de la democracia y la promesa que subyace detrás de la función de la política.

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