Chile quiere digitalizar el Estado. Pero solo hasta donde no moleste al gremio de notarios. Solo hasta donde no toque un feudo. Solo hasta donde no se pierda el timbre ni la fila. Porque digitalizar de verdad no es adoptar tecnología. Es redistribuir poder.
En Chile existe una ley que obliga al Estado a funcionar digitalmente. No es un piloto, ni una promesa, ni un “tenemos que avanzar hacia…”. Es ley. Se llama dey de transformación digital (Ley 21.180) y establece que todo trámite administrativo debe realizarse por medios electrónicos, que el papel es la excepción y no la norma, que la firma electrónica avanzada es válida y segura, y que el Estado debe dejar de pedirle a las personas información que ya tiene.
Pero cuando se trata de notarios… el papel sigue reinando. No por falta de tecnología. No por resguardo de la fe pública. No por razones jurídicas, ni de seguridad. No. Por una razón mucho más simple y antigua: porque el papel todavía es un excelente negocio.
Durante cinco años se tramitó una reforma al sistema registral y notarial. La versión original del proyecto —sí, esa que se escribió con algo de convicción— proponía permitir las escrituras públicas electrónicas. La versión final, aprobada por la Comisión Mixta, eliminó toda mención a ello: Chao firma electrónica avanzada. Chao digitalización. Chao modernización. ¿Y qué se aprobó? Una nueva función exclusiva para los notarios: remitir electrónicamente documentos al Conservador. Es decir, lo digital no sirve para facilitarle la vida a los ciudadanos, pero sí para consolidar un monopolio… y, de paso, abrir un nuevo espacio para cobrar.
El resultado es de una ironía deliciosa. La Ley de Transformación Digital obliga a usar medios electrónicos. El Registro Civil está digitalizado. ChileCompra, la Tesorería y hasta el Registro de Deudores de Pensión Alimenticia operan digitalmente. El propio Conservador de Bienes Raíces de Santiago ha digitalizado archivos tan antiguos como los de 1933, que emite más de un millón y medio de documentos al año con firma electrónica avanzada, tiene interoperabilidad con el SII y la Tesorería, y entrega certificados en menos de cuatro minutos.
Pero las escrituras públicas, no. Para eso —nos dijeron senadores y diputados— “no es el momento”. Lo dijeron con solemnidad. Algunos incluso invocaron el “folio real” como si fuera alquimia registral. Otros aseguraron que el sistema ya funciona, que da certeza, que “no hay que moverlo”. Claro. Hasta que se pierde una escritura. O doscientas. Porque eso pasó.
Hace pocas semanas, el nuevo notario titular de la Primera Notaría de Santiago denunció la desaparición de más de 200 escrituras públicas. Documentos alterados, libros con hojas sueltas, duplicación de registros. Empresas inmobiliarias, herencias, contratos. Todo eso —literalmente— perdido. Y para cada uno de esos casos habrá que abrir una causa judicial, con el gasto y el daño que eso implica para ciudadanos y empresas. ¿Y si esas escrituras hubiesen estado firmadas y almacenadas digitalmente? No estaríamos hablando de esto. Pero claro: cuando se legisla pensando en proteger el margen de un gremio en lugar del derecho de las personas, el resultado es éste.
La senadora Ebensperger, los senadores Núñez, Cruz-Coke y De Urresti, y los diputados Soto y Musante (cuya abstención fue clave) votaron para mantener las escrituras en papel. Los senadores Araya y los diputados Flores, Alessandri y Calisto votaron en contra. Que cada cual saque sus conclusiones. Chile quiere digitalizar el Estado. Pero solo hasta donde no moleste al gremio de notarios. Solo hasta donde no toque un feudo. Solo hasta donde no se pierda el timbre ni la fila. Porque digitalizar de verdad no es adoptar tecnología. Es redistribuir poder. Y eso, parece, todavía no estamos listos para hacerlo.