Por Bruno Córdova

El gen chileno está atravesado por el temor a la catástrofe. Y ese temor activa los miedos, sea el miedo a los desastres de la naturaleza o el miedo nuestras interacciones con personas que no forman parte de nuestros núcleos cercanos. Vivimos desconfiando.

Chile es un país de miedo. De miedo al otro.

La Encuesta Mundial de Valores (2010-2014) revela un dato clave al respecto. Al preguntar «¿se puede confiar en la mayoría de la gente?», solo el 12,4% de los chilenos responde afirmativamente. Esto nos pone lejos de países en donde la confianza interpersonal está asegurada entre la comunidad. Más del 50% de los habitantes de países como Australia, Nueva Zelanda, Suecia, China u Holanda responden afirmativamente a la pregunta.

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Nos cuesta relacionarnos con un otro ajeno a nuestras zonas de confort. Según el Tercer Barómetro de la Felicidad (2015), del Instituto de la Felicidad Coca-Cola y el Departamento de Estudios Sociales de la Universidad Católica (DESUC), el 56% de los sondeados confía poco o nada en personas que viven en otros barrios, el 55% declara poca o ninguna confianza en personas de otra ideología política.

Pero hay un dato preocupante en esta encuesta. La confianza en personas de otra clase social es poca o nula en un 48%. Mientras tanto, quienes dicen confiar algo o completamente apenas son un 52%. Son la mayoría, pero no son suficientes.

Preferimos confiar en las personas más cercanas a nosotros. Nuestras redes están alimentadas por algo que la antropóloga Larissa Adler denomina en un artículo del mismo nombre: el «compadrazgo». Este concepto consistiría en un contrato implícito entre dos partes o bien una cadena de estos contratos. Estas partes son personas con algún vínculo de amistad o cercanía entre sí.

Aceptamos comportamientos como la cadena de favores y el subsecuente pituto «para compensar la falta de confianza hacia las instituciones y la falta de oportunidades».

Todas colaboran en este compadrazgo de redes, como si se tratara de una «obligación de reciprocidad [que] se deposita en una especie de cuenta de ahorros de servicios convertibles a futuro». Dicho de otro modo, Fulano ayuda a Mengano y después Mengano le hace una gauchada a Zutano, que forma parte de la misma cadena de amistad. Hoy por ti, mañana por mí… Y si no soy yo, que sea por algún conocido: que yo te vea que devolviste el favor a alguien que yo conozca.

El entramado de las redes hace que el acto de presentarse no sea solamente decir quién soy o qué hago. Se trata de una forma de determinar cuánta cercanía se tiene con un segmento social determinado: cuántas personas conoces, el amigo de quién eres.

A través de un artículo en Ciper, la socióloga Emmanuelle Barozet retoma el concepto de compadrazgo y apunta que «la extensión de esta práctica dice mucho de cómo las clases medias chilenas se las arreglan en el día a día y de cómo se distribuyen las oportunidades en esta sociedad». El compadrazgo es el abono de lo que denominamos el «pituto».

Tenemos un ideal de sociedad meritocrática, de alto estándar. Sin embargo, tenemos miedo de quedarnos afuera, de no ser suficientes para ser seleccionados en algún trabajo si usásemos currículums ciegos. El miedo al otro (dicho de otro modo, a que el otro sea mejor) nos hace replegarnos entre las personas cercanas. Ese es un miedo ubicado esencialmente en las clases altas y medias.

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Como señala Barozet, aceptamos comportamientos como la cadena de favores y el subsecuente pituto «para compensar la falta de confianza hacia las instituciones y la falta de oportunidades».

Es como si habitáramos entre autoridades y entre instituciones en la que no confiásemos; porque en esos espacios habita un otro diferente a nosotros, ajeno a las redes que tenemos a nuestro alcance. Como si tuviéramos que conocer bien al otro (uno a uno) para poder confiar en él.

El otro puede provocar el miedo a ser humillado.

Ese miedo es percibido fuertemente por las personas de clases bajas. Según el estudio Desiguales (2017), publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 41% de los sondeados declaró haber experimentado alguna forma de malos tratos: desde ser pasados a llevar, ser mirados en menos, ser discriminados o haber recibido tratos injustos.

Del total de sujetos, por ejemplo, un 43% afirmó haberse sentido maltratado por su clase social y un 41% por ser mujer.

Tenemos miedo de quedarnos afuera, de no ser suficientes para ser seleccionados en algún trabajo si usásemos currículums ciegos. El miedo al otro (dicho de otro modo, a que el otro sea mejor) nos hace replegarnos entre las personas cercanas.

Como plantea el estudio, «se puede hablar con propiedad de que en Chile [hay] una fuerte ‘desigualdad del trato social’. […] Pertenecer a las clases más acomodadas facilita significativamente no tener experiencias de malos tratos».

La socióloga Kathya Araujo establece en su libro Habitar lo social (Lom, 2009) que el acceso gratuito a algunos servicios «ha perdido su contenido histórico y aparece como un ‘favor’, una ‘oportunidad’ y no como un derecho».

En su trabajo, la investigadora plantea, por ejemplo, las experiencias de las personas en el acceso a la salud. Las personas pobres son sujetos de un «abuso del poder que toma como argumento ‘la ignorancia de los pobres’ y se sostiene en el prestigio» que la sociedad atribuye a los profesionales de la salud.

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«Cuando uno va al médico, te reta. Vái’ aquí al consultorio y te retan. La relación que hay con el mundo profesional y los pobres es esa: es en desmedro del ‘loco’, es en la ignorancia, es en meterle el dedo a la ignorancia tuya», afirma una de las personas entrevistadas por Araujo en su investigación.

El miedo a sufrir la experiencia de la humillación incentiva la creación de estrategias para poder evadirlo: en el caso de la salud, podría ser que una persona de menos recursos decida pagar por una atención particular, en vez del consultorio. El trato resulta un factor determinante.

El miedo al otro es un fantasma. Tiene diferentes caras, pero nos asusta más que una calabaza pidiendo dulce o travesura.

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