A lo largo de cuatro jornadas de audiencia, el Ministerio Público ha dado a conocer declaraciones de internos que describen un sistema estructurado de cobros, intermediarios y beneficios ilegales que operaba principalmente en la cárcel Santiago 1 y en el penal femenino de San Joaquín.
Los testimonios recogidos por la Fiscalía se han transformado en una de las piezas centrales de la Operación Apocalipsis, la investigación que indaga una extensa red de corrupción al interior de recintos penitenciarios y que mantiene a 47 gendarmes y 23 civiles formalizados ante el 12.º Juzgado de Garantía de Santiago.
A lo largo de cuatro jornadas de audiencia, el Ministerio Público ha dado a conocer declaraciones de internos que describen un sistema estructurado de cobros, intermediarios y beneficios ilegales que operaba principalmente en la cárcel Santiago 1 y en el penal femenino de San Joaquín.
Según estos relatos, el acceso a bienes prohibidos y a ciertos privilegios dependía exclusivamente de la capacidad de pago.
Cómo funcionaba el sistema
Uno de los testimonios más detallados corresponde a un recluso que relató cómo, desde su ingreso al penal, pudo constatar que la tenencia de teléfonos celulares era habitual.
De acuerdo con su versión, estos dispositivos se adquirían directamente a funcionarios, mediante transferencias electrónicas gestionadas por terceros, y eran entregados en el mismo día, consignó La Tercera.
La pérdida del aparato implicaba un nuevo pago, de $100.000, para recuperarlo.
El mismo declarante explicó que la organización también controlaba la venta de alimentos, con pedidos que funcionaban como un sistema “a la carta”.
Pollos asados con papas fritas a $40.000, empanadas a $10.000 y otros productos eran ofrecidos a precios elevados, siempre con pago anticipado y con una logística que incluía el resguardo de la comida antes de su entrega.
Los pagos, según afirmó, se canalizaban a cuentas asociadas a intermediarios que actuaban para los gendarmes.
Los relatos indican que este modelo se replicaba en distintos módulos, aunque con variaciones. En algunos sectores, la venta se concentraba en alimentos crudos, conocidos como “feria”, con precios fijados por kilo y una estructura interna que obligaba a los reclusos a comprar lo disponible.
La preparación se realizaba con sistemas improvisados de cocina y el comercio era administrado por internos que actuaban bajo la supervisión de funcionarios.
En ese esquema, los testigos identificaron figuras clave: un interno encargado de distribuir los productos y recaudar el dinero, y un gendarme que proveía los insumos y controlaba el funcionamiento del negocio. Según los testimonios, el vínculo entre ambos era exclusivo y determinante para que el sistema operara.
Las declaraciones también describen cobros periódicos obligatorios de $500.000 semanales para permanecer en determinados módulos, así como pagos adicionales para evitar traslados, eludir revisiones o acceder a espacios privados durante las visitas.
Quienes no cumplían con las exigencias económicas, según los relatos, quedaban expuestos a sanciones informales o al uso de la fuerza por parte de otros internos.
El funcionamiento de la red no se limitaba al interior de las cárceles. Parejas de reclusos declararon que, al momento de ingresar a visitar a sus familiares, se les explicaba cómo operar con intermediarios externos para pagar ingresos irregulares o el traslado de encomiendas prohibidas.
En algunos casos, los investigadores registraron que, ante la falta de dinero, se habrían ofrecido alternativas de pago distintas, antecedentes que forman parte de los informes incorporados a la causa.