Por María Asunción Poblete
Agencia UNO

La próxima semana se cumplen cuatro años de aquel octubre que representó la mayor manifestación de violencia en décadas. Es verdad que también existieron multitudinarias protestas pacíficas (o menos violentas, según el caso), pero la magnitud, reiteración e intensidad de la destrucción, el saqueo y el vandalismo observados esos días no tienen parangón en los últimos 30 años. Será el segundo aniversario de esos hechos junto a este Gobierno, y a estas alturas cualquiera esperaría que el ejercicio del poder y la compleja crisis de seguridad en la que estamos inmersos haya propiciado una maduración de aquella izquierda que validó entonces esa violencia. Aunque, la verdad, su relación con ella sigue siendo bastante ambivalente.

Lo anterior se ha expresado en distintos planos, incluyendo la sede legislativa. En este contexto, el Gobierno, en especial respecto de los proyectos de ley para enfrentar la crisis de seguridad, ha perdido el control de la agenda producto de su perplejidad y sus vaivenes (la estela de los indultos a los “presos de la revuelta” sigue presente). Primero con la Ley Naín Retamal y ahora tanto con el proyecto de ley de usurpaciones como con el que sanciona el porte injustificado de combustible (Ley anti molotov). Sobre esta última, si bien la iniciativa fue enviada por el propio Ejecutivo, durante el trámite legislativo sufrió modificaciones que califican como delito el porte injustificado de combustible en manifestaciones, mientras que el Gobierno buscaba modificar el Código Penal para sancionar solo como falta aquella conducta y no como delito.

Mayor controversia ha suscitado la reacción del Ejecutivo ante la aprobación de la ley de usurpaciones. Este presentó 14 vetos, que suavizaban bastante el proyecto, de modo más o menos justificado, según el caso, e invocando a ratos un lenguaje que rápidamente se devolvería como un boomerang (usurpaciones “pacíficas”). Pero a muchos no sorprende esto debido a la laxitud con que se han referido durante años tanto al terrorismo en la Araucanía, la violencia en los colegios y las calles, entre otros acontecimientos que ayudan a explicar la redacción de este tipo de leyes. Al fin y al cabo, por mucho que en el discurso parece haber habido un giro en la actitud de la izquierda frente a la violencia, este pierde legitimidad frente a la ciudadanía debido, al menos en parte, a las trabas que suelen poner en este tipo de negociaciones.

Pero no solo en el Congreso se les ve incómodos con dicha temática. Hace un mes fuimos testigos de la arrogancia con que el Gobierno abordó la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado. Los mismos que vacilan en condenar la violencia política y la violación de derechos fundamentales en regímenes como el venezolano y cubano se dedicaron a apuntar al resto de negacionistas y cómplices pasivos, sin hacer ningún esfuerzo de reflexión acerca de su responsabilidad actual en la materia. Y, recientemente, el largo silencio del presidente Boric frente a los ataques de Hamás en Israel volvió a demostrar aquella incomodidad, en este caso, sumada a la compleja relación diplomática que ha mantenido con Israel y su conocida inclinación por la causa palestina. Finalmente, su esperado tuit, -fuertemente marcado por las presiones que lo llevaron a romper su silencio- dejó más dudas que certezas respecto a su relación con la violencia como método de acción política.

Con un nuevo aniversario del 18-O a la vuelta de la esquina, todo esto adquiere mayor relevancia. Aquella fecha (y todo lo que le siguió) envejece cada vez peor, con una población distanciada de esas manifestaciones y un gobierno que aún no logra hacer una autocrítica suficiente de lo que entonces ocurrió. Lo cierto es que la normalización de la violencia e inseguridad que significó para adelante el 18-O le pasa la cuenta al país y a La Moneda. La población hoy más que nunca quiere señales claras de la política en esta materia, pero es difícil exigirlas al Gobierno en virtud de su historial reciente. Siempre las coaliciones gobernantes tienen flancos de conflicto interno, es algo normal, el problema viene a ser que esta incomodidad con la violencia le pesa al país completo. Y no solo al país, sino a ellos mismos, que aparecen como inconsistentes y sin legitimidad para abordar la materia, justo cuando el país más necesita un gobierno a la altura de las circunstancias. Las carencias de la nueva izquierda al respecto solo aumentan la frustración de la ciudadanía.

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