Columna de Jorge Jaraquemada: De la superioridad moral (y otras ficciones)

Por Jorge Jaraquemada

27.06.2025 / 10:42

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"No se trata de exigir infalibilidad, pero sí un compromiso inequívoco con la integridad, sin doble estándar ni justificaciones partidistas", afirma el director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán.


Uno de los desafíos más complejos que enfrentan las democracias contemporáneas es sostener la legitimidad del poder ante una ciudadanía crecientemente escéptica. La confianza no solo descansa en el respeto a los procedimientos o en la eficiencia administrativa, sino en algo más profundo: la percepción de que quienes ejercen cargos públicos lo hacen con integridad, responsabilidad y una orientación genuina al bien común.

Una democracia estable requiere de instituciones sólidas, y esa solidez no proviene únicamente de las leyes, sino también del talante ético de sus líderes y del grado de tolerancia o rechazo que la corrupción genera en la opinión pública. La respuesta social frente a este tipo de conductas no puede limitarse a la resignación, sino que debe incluir la exigencia activa de rendición de cuentas.

En este contexto, surgió la promesa de una nueva generación política, que se presentó como portadora de un estándar ético distinto y cuyo discurso apelaba a la necesidad de una transformación moral del ejercicio del poder, y a una forma renovada de relacionarse con el Estado, la ciudadanía y los recursos públicos. Sin embargo, el contraste entre ese discurso y la realidad ha resultado desconcertante. Su estándar era, efectivamente, distinto… pero no en la dirección que los electores esperaban. Lo que hemos presenciado es un tránsito vertiginoso desde la pureza autoproclamada hasta el descrédito autoinfligido.

La sucesión de casos que ha marcado a la actual administración no solo revela desprolijidad administrativa, escasa fiscalización o impericia técnica, sino una inconsistencia estructural entre el discurso ético y la práctica política de una coalición que construyó su identidad precisamente en la denuncia de los vicios del pasado.

Los escándalos de Democracia Viva y Procultura expusieron una arquitectura paralela de poder, camuflada como sociedad civil, que operaba a través de redes de activistas vinculados por el amiguismo, con el objetivo de extraer recursos públicos. El uso abusivo de licencias médicas, por su parte, no solo constituye un fraude masivo, sino que evidencia una cultura institucional de impunidad. No estamos ante formas clásicas de corrupción, sino ante su versión postmoderna: la trampa sin culpa, donde el abuso ya no provoca vergüenza ni consecuencias.

En una semana en que la imagen del Estado como garante del orden y la legalidad se ha resquebrajado —con militares detenidos por tráfico de drogas, remoción de fiscales, y gendarmes vendiendo “completos” a reos—, se confirma que las normas, por sí solas, no bastan si no se traducen en una auténtica cultura de integridad y en una firme voluntad política de aplicarlas sin excepciones ideológicas. La ética pública no es accesoria, sino una condición esencial para el funcionamiento de la democracia.

Chile necesita una transformación profunda y efectiva del Estado, basada en controles eficaces, sanciones reales y una cultura institucional que promueva la probidad, la transparencia y la responsabilidad. No se trata de exigir infalibilidad, pero sí un compromiso inequívoco con la integridad, sin doble estándar ni justificaciones partidistas, pues toda autoridad está sujeta a exigencias ineludibles de rectitud. Cuando este compromiso se rompe, lo que se erosiona no es solo la reputación de un gobierno, sino la legitimidad del sistema democrático en su conjunto.

Es preciso, por tanto, un liderazgo político capaz de asumir costos; instituciones que operen con independencia y rigor; una ciudadanía que no se resigne ante la corrupción; y, sobre todo, un carácter moral consistente que cruce a todos los sectores políticos. Así será posible recobrar la confianza ciudadana y restablecer los fundamentos éticos de una democracia que aspire a algo más que a administrar el desencanto.

La lección es amarga, pero nítida: cuando la integridad se reduce a un eslogan, y la ética pública se transforma en una simple herramienta retórica, lo que se impone es el cinismo. Y cuando triunfa el cinismo, es la democracia la que pierde. Este es el fracaso aciago de la generación que llegó al poder prometiendo un estándar superior.